1
diciembre, 2014 Por Gabriela Pousa
“Diciembre: la crisis que algunos calificaban terminal estaba representada por datos aterradores. Millones de argentinos arrojados a la marginalidad, una creciente pauperización de la clase media amenazada por su extinción como tal, el aparato productivo parado, las exportaciones en baja, el consumo interno asfixiado por la recesión, la salud pública colapsada y los hospitales desabastecidos con alarmantes niveles de inseguridad. Las cifras sacudían con nuevos índices de desocupación y estaba devastada la costumbre y la moral (…)” *
No. No se
trata de una exégesis del escenario actual. Ese párrafo es sólo un plagio, una
crónica ya escrita de nuestra historia aunque nadie pueda advertir con certeza
a qué fecha hace referencia.
Esa es la
razón por la cual todo este escenario de ignominias e incoherencias no termina
de despertar genuino asombro. Lo que parece novedad es un “revival” que si
acaso no lo hemos vivido nosotros como actores primarios, lo hemos escuchado de
boca de padres, abuelos o hermanos. Todo pasó a ser una suerte de “deja vù”
agravado por el tiempo, el hastío y el no creernos capaces de forjar un destino
colectivo. ¿Por qué
asombrarnos si esto ya lo vivimos?
El
verdadero éxito del populismo, que posiblemente en los últimos años haya
alcanzado su nivel más disparatado, ha sido el convencernos de lo inútil que
somos como pueblo. La panacea universal nos puede ser dada por alguna
“divinidad” – como ser el Estado presentado como una maquinaria benefactora de
la humanidad, – pero jamás podrá emanar del esfuerzo sostenido de la
sociedad.
Acatamos
tal sentencia, y hasta fuimos voluntariamente conducidos a ese juicio donde se
nos condenó sin que supiéramos cual había sido el delito. Franz Kafka pudo
inventar personajes maniqueos en Praga, pero no logró nunca superar a los
protagonistas locales más metamorfoseados que el mismísimo Gregorio Samsa en su
rol de cucaracha.
Los
argentinos fuimos reales, hoy somos más ficticios que la oratoria del
kirchnerismo. Nos
regodeamos porque dejamos de creer en el relato, pero no queremos darnos cuenta
que también dejamos de creer en nuestras capacidades para rehacer un escenario
distinto.
Vivimos
entre ruinas como guías turísticos que las muestran hincados de orgullo a
foráneos, cuyos ojos desorbitados no comprenden qué pasó con el “granero del
mundo“. Para ellos, Rosario ya no es “la Chicago argentina”, es el
paraíso de los narcos. Mar del Plata pasó de ser la “ciudad feliz” a ser un
paisaje costero azotado por crímenes y violencia sin límite. El interior del
país hace tiempo dejó de serlo. Es decir, se ha vuelta una geografía que puede
ser denominada Argentina pero que vive realidades sustancialmente distintas.
Y
nosotros chochos vamos contándoles cómo fue que cambió todo. Varían las fechas
y probablemente los hacedores de los sucesos que nos convirtieron en esto: “En
1955….”, discursea la anfitriona del contingente que llega de Oriente.
“Hace once años, un matrimonio sureño….“, explica otro, al grupo
de asiáticos que no para de sacarnos fotos como si fuéramos lo que somos:
bichos raros.
Cada cual
tiene su libreto y quizás, algún acontecimiento repentino, le hace modificar
alguna coma del guión, pero no más que eso. No podemos ponernos de acuerdo ni
el cuándo, ni el cómo ni en el por qué, el país próspero que pudo ser, no fue. Y si acaso hay algún consenso
seguro se deja de lado a un actor que, guste o no, bastante tuvo que ver en la
trama sin final ni desenlace de esta tragedia, confundida a veces con una
comedia de enredos: el pueblo.
Ese
pueblo que vistió de gorila pero no vio al peronismo en la década del 90, ni lo
ve ahora en Balcarce 50, y mucho menos en la provincia. Ese pueblo que pidió
a todos que se vayan, y al tiempo, sin que nada cambiara, de nuevo los votó y
festejó “la fiesta de la democracia”. Craso error: la democracia es mucho
más que una fiesta que se realiza cada tanto para ir a votar al menos malo…
Pero ese
pueblo que señala con el dedo a la “oligarquía vacuna” comiendo un asado en la
obra de la esquina, o aquel que desdeña las sotanas hasta que quién la usa
aparece en el balcón del Vaticano y reside en Santa Marta; ese pueblo, en la
narrativa pintoresca que se le cuenta a los ajenos, no tuvo nunca nada que ver.
Ni por obra ni por omisión. Somos negadores compulsivos de los actos
cometidos y omitidos, casi casi como el kirchnerismo. Rara historia de una
catástrofe sin culpas ni culpables…
Del mismo
modo, se absuelven a sí mismos quienes han peregrinado por los despachos del
poder. No se asumen dirigentes, son pueblo, como Evita lo fue, o como alguna
vez Cristina Fernández de Kirchner lo quiso ser, rechazando el rol de Primera
Dama para ser apenas “primera ciudadana”. En esa circunstancia, claro que da lo mismo que en
la lista de evasores aparezca Fulano, Mengano o su nombre.
El
problema argentino quizás no sea ningún “ismo” de los que suelen utilizarse
para explicar lo inexplicable que, en definitiva, es aquello que vivimos. Pero
qué grave sería si damos crédito a ello, y asumimos de una vez, que el
problema no fue el 55′ ni el 90′ ni el 2003 sino que es este 2014 y,
consecuentemente, somos nosotros mismos…
* Ah,
para que no se confundan: el párrafo primero ha sido extraído de una crónica
del 20 de diciembre del 2001 Cualquier parecido con la actualidad es…….
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