El mito de Túpac Amaru y la
independencia
12.08.2016
José
Gabriel Condorcanqui, que pasó a la historia como Túpac Amaru, se convirtió ya
en el siglo XX en una suerte de icono revolucionario comunista desde el Perú
hasta el Uruguay. Mientras tanto, en el Ecuador, hacían lo propio con el caudillo
liberal Eloy Alfaro. Está claro que, puestos a ser desenfadados, los límites
escasean.
Con todo,
yéndonos a los datos objetivos, lo cierto es que Túpac Amaru era minero, tenía
esclavos y se alzó por defender sus privilegios y exclusivos intereses de
casta, y por eso fue combatido por no pocos caciques, sobre todo los puneños,
que lo consideraban un noble segundón. Sin esa colaboración de los caciques
indios, que seguían ostentando sus títulos y dotes de mando reconocidos por la
Corona de Castilla, jamás se hubiera podido sofocar una rebelión del que jamás
se pretendió comisario socialista y sí “nuevo inca”, señor de buena parte de
Sudamérica; sin pensar en igualitarismos ni por asomo.
Con
respecto a relacionar a Túpac Amaru y a las “independencias” hispanoamericanas,
hoy vemos en Perú cómo sale Ollanta Humala, un presidente con familia
surrealista-indigenista que se ha sacado la nacionalidad italiana y su mandona
esposa, con un nombre tan indígena como Nadine… Y entra Pedro Pablo Kuczkynski,
un presidente con sangre judeopolaca, alemana y francosuiza, casado con una
yanqui, y que tiene también nacionalidad estadounidense.
¿Para
esto había que dejar de ser un virreinato integrado en la Monarquía Hispánica y
convertirse en una república dizque nacionalista?
Hablando
de independencia, no se olvide que en la pseudobatalla de Ayacucho, cuyo
resultado favorable a las armas secesionistas ya había sido pactado entre
masones liberales de ambos hemisferios, el ejército realista se componía de una
abrumadora mayoría de peruanos (incluyendo gentes del Alto Perú, actual
Bolivia) y hasta tenían que llevar intérpretes de quechua y aimara, mientras
que el ejército “patriota” se componía de rioplatenses, venezolanos,
neogranadinos, ingleses, irlandeses, alemanes, y también revolucionarios
ibéricos.
El caso
peruano es un ejemplo ilustrativo, pero ni por asomo es el único: Es algo que
vemos en todos los países hispanos desde principios del siglo XIX. Hasta muy
avanzado el periodo republicano hubo resistencia de guerrillas realistas
formadas principalmente por indios. La “independencia” no fue popular, fue una
imposición comandada desde fuera; y todo intento posterior de reunificación fue
abortado en guerras provocadas también desde fuera.
El
desquiciamiento separatista antiespañol actual es hermano gemelo del que tuvo
lugar en Hispanoamérica, cuando la gran patria común se dividió arbitrariamente
por intereses ajenos. Con esta división, fue fácil engendrar lobotomías
ahistóricas. Y cada país surgido de la Monarquía Hispánica al final no es más
que un títere del imperialismo anglosajón, España la primera.
En Puerto
Rico, los invasores yanquis llegaron a prohibir hasta celebrar a los Reyes
Magos; con el agravante de que la Canarias del Caribe no tuvo siquiera guerra
de independencia.
Si a
alguien benefició la desaparición de la Monarquía Hispánica, fue a británicos y
estadounidenses. Con razón los próceres separatistas se apoyaron tanto en
ellos. A quien mejor le vino la invasión napoleónica fue a los ingleses, con
Wellington por bandera, el mismo que decía solidarizarse con España mientras le
mandaba tropas a Bolívar, uno de los más anglófilos señoritos del continente,
descendiente de traficantes de esclavos, dictador violento que insultaba a
tirios y troyanos y convertido en otro icono surrealista; sin mencionar, por
supuesto, que quería entregar Panamá y Nicaragua al imperio británico, como
tantas otras barrabasadas que hizo.
La
desaparición de la Monarquía Hispánica fue el gran puntillazo para el
establecimiento de una geopolítica angloprotestante –no sin muchos ribetes
sionistas- triunfante, que hasta hoy dura. La leyenda negra y el indigenismo no
es sino un acicate más para que el mal continúe.
Con todo,
lo consuela es que al ser tanto el descaro, doscientos años de mentiras ya
llegan a su fin, y esta corriente crítica llega principalmente por
historiadores hispanoamericanos. Al final, todo se sabe y todo río vuelve a su
cauce. Tiempo al tiempo.
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