Fusilamiento de Liniers |
Cisneros había llegado a Buenos Aires con
instrucciones de invitar, muy diplomáticamente, para que Liniers regresase a
España. Los buhoneros manilargos del puerto se habían dado cuenta que nada se
podría hacer, de lo que después se hizo (más de 40 firmas inglesas operando en
Buenos Aires y con casas matrices en Londres), con un Liniers en la ciudad.
Entonces presionaron sobre los de Cádiz, lupanar de la masonería, para que
éstos, a su vez, lo hiciesen sobre la Junta (que les debía plata a todos),
designando como Virrey a un hombre “educado y culto” (como querría después
Rivadavia) que, a su vez, tendría la misión de sacarse de encima a Liniers,
dejándole el campo orégano al hatajo. Es la versión remozada y rioplatense del
cuento de Alí Babá y los cuarenta ladrones (aunque aquí eran mucho más de
cuarenta por el proceso inflacionario).
Con la misma ternura diplomática con que le pidieron que se vaya, don Santiago,
que ya había cumplido sus 57 años, les pidió para quedarse. Una contrariedad en
los planes de la gavilla. Entonces Cisneros le hace jurar a Liniers la promesa
de no inmiscuirse en los asuntos públicos, y lo obliga a retirarse a un lugar
distante del epicentro de los negocios: Buenos Aires. Digamos que una cosa por
otra: en lugar de desterrarlo lo internaron, como se decía en aquellas épocas.
Pero con el mismo efecto: mantenerlo alejado “del progreso”. Aunque con un poco
de suerte, se podría morir en el olvido.
Este juramento del Héroe de la Defensa y Reconquista, con treinta años de nobles servicios a España sin interrupciones, es de donde se han prendido los historiadores del Régimen Perverso con sus ataques de moralina, para decir que Liniers recibió lo que se merecía por quebrantar un juramento. Y, ¿qué validez tiene un juramento hecho ante esta versión remozada de Pilatos? La misma validez que tiene la palabra devaluada del canalla que lo pide.
Liniers se trasladó a Córdoba donde compró una finca cercana a la localidad de Alta Gracia. Los sucesos ocurridos en Buenos Aires el viernes 25 de mayo (fruto de la tenida del 24 a la noche), llegaron a Córdoba el lunes 4 de junio. Entonces el Gobernador Intendente, Capitán de Navío Gutiérrez de la Concha, quien fuera jefe de le escuadrilla que transportó desde Colonia hasta el Arroyo Las Conchas al ejército de Liniers para la Reconquista, se declara opositor al pronunciamiento de Buenos Aires y arrastró tras de sí al Cabildo de Córdoba, creándose el 6 de junio, ante la emergencia, una Junta Consultiva.
Para constituir esta Junta, Gutiérrez de la Concha le pide a Liniers que se sume, como ciudadano respetable y persona de honda raigambre popular, junto con el Obispo Orellana, el oidor Victoriano Rodríguez, el deán de la Catedral, Gregorio Funes y el tesorero de la hacienda pública, señor Moreno.
Hasta aquí, aunque a los tumbos, estoy conteste con los historiadores vernáculos, tanto del Régimen como no pocos militantes del revisionismo histórico. Porque a partir de esta situación cada uno de éstos va dando su versión: que Liniers fue un traidor; otros que un líder desertor; que cometió muchos errores; que no escuchó las súplicas que le hicieran por carta Saavedra y Belgrano, e incluso su suegro Martín de Sarratea; que quiso reivindicarse ante la opinión pública de aquel incidente con el enviado de Napoleón, el Marqués de Sassenay (10 de agosto de 1808); que era un agente napoleónico en Buenos Aires y, otros muchos, que Liniers fue una mezcla de todo esto.
Confieso humildemente al lector que yo también me tragué estos sapos. Algunos crudos y otros vuelta y vuelta en la sartén con ajo y cebollas. Porque si esto escriben nuestros historiadores, cuya mayoría escribe para facturar, seguramente no es cierto o por lo menos es motivo de revisión o de crítica histórica, si prefiere el lector.
Liniers no fue un traidor, porque nunca comulgó con
otra ideología que no sea su lealtad a la Corona Española por la que terminó
dando la vida; consecuentemente tampoco fue desertor porque nunca estuvo
adscrito a los complotados que había producido el 25 de mayo; el único error
cometido por Liniers fue el de dormir con el enemigo: creerse que Cisneros era
un virrey y no el cabecilla de un grupo de quincalleros asociado a los
ingleses; de las súplicas que le hiciera Belgrano mejor no hablar: don Manuel
(¡Oh, cuántas tiene en el debe el bueno de don Manuel!), ya había hecho los
borradores extremistas que servirían de base para que el terrorista Mariano
Moreno hiciese el Plano de Operaciones (dado como secreto el 30 de agosto,
según la copia en mi poder); las actitudes de Liniers, respecto al Marqués de
Sassenay, fueron suficientemente claras, y la prisión que sufrió el enviado de
Napoleón a manos de Elío fue injusta, prueba de ello es que al ser remitido a
Cádiz fue puesto de inmediato en libertad en aquella ciudad y a Liniers jamás
se lo molestó para preguntarle nada; etc.
Ahora bien: ¿por qué Liniers –se preguntará el lector-, se opone a la Junta de
Buenos Aires, acompañado de insignes patriotas y leales servidores públicos,
cuando le hubiese sido más fácil aceptar el hecho consumado? Simplemente porque
Liniers, como antiguo vecino de la ciudad, aparte de haber sido su Virrey,
conocía perfectamente a cada uno de los integrantes de aquella Junta, lo que
ellos representaban y quiénes movían los hilos de estas marionetas. Aquellos no
representaban, precisamente, los intereses del pueblo, del rey ni de su
virreinato. Y si no me creen vean lo que sigue:
Miguel Azcuénaga, militar, masón recalcitrante de
los tiempos de Cabello y Meza, relacionado con las familias más ricas de Buenos
Aires en los inicios del siglo, terrateniente y comerciante, fue el garante
ante la burguesía porteña y los intereses de la Incalaperra, de las finanzas de
la Junta de Gobierno.
Manuel Alberti, sacerdote, masón, con rico patrimonio personal, parte heredado
de sus padres y parte de lo que él había hecho con sus negocios clandestinos;
intervino en las reuniones conspirativas en la casa de Nicolás Rodríguez Peña
(espía, masón, asalariado de Su Majestad Británica hasta su muerte); ingresó a
la Junta como representante del clero criollo y como defensor de los bienes
eclesiásticos (y de los suyos desde luego).
Domingo Matheu, comerciante catalán afincado en
Buenos Aires, con conexiones internacionales en Europa y, particularmente en
Cádiz, sostenedor de las ideas del libre comercio (recargando con un 300% las
bagatelas inglesas), fue como tal el representante de los comerciantes de
Buenos Aires (los que, mayoritariamente, eran ladrones y contrabandistas). Fue
el garante ante la Junta de los comerciantes de la plaza de Cádiz (uno de los
vértices del triángulo).
Juan Larrea, catalán como el anterior, comerciante de los llamados frutos del
país y también armador, estaba seriamente comprometido con los grupos ingleses
a los que siempre fue obediente. Es considerado como el banquero de la Junta de
Mayo.
Juan José Paso, abogado, amigo íntimo de Moreno, vinculado a los intereses
ingleses en el Río de la Plata. Este personaje es todo un misterio: ¡permaneció
en el gobierno desde mayo de 1810 hasta la llegada de Rosas que lo echó! Poco o
nada se sabe de su vida porque todos sus papeles públicos y privados han
desaparecido cuidadosamente. Pero en verdad: no se sabe por qué fue incluido en
la Junta, quedando solamente en pie sus vinculaciones con los comerciantes
británicos.
Mariano Moreno, abogado (el ausente durante las invasiones inglesas y el mudo
del Cabildo del 22 de Mayo), representó a los intereses ingleses, con la
habilidad de presentarlos como españoles. Carlos Roberts lo llama excelente
abogado del comercio inglés y abogado de última hora. El acercamiento
ideológico con Castelli (primo de Belgrano), proviene de que ambos eran
abogados de los ingleses en el Río de la Plata. Moreno se destacó en la
ignominia que se llamó Representación de los Hacendados (en 1809, con
patrocinio del Virrey Cisneros donde hizo el papel de chancho rengo), y
Castelli en varias defensas de comerciantes ingleses sorprendidos en el delito
de contrabando o en el quebrantamiento de leyes consagradas. Cuando Moreno
envía a Castelli al norte como comisario político, se quedó con el partido de
él en Buenos Aires, y lo superó en los planteos de libre comercio a favor de
los buques de bandera inglesa.
Manuel Belgrano, abogado y economista aficionado,
con amplias y fuertes vinculaciones con comerciantes del Paraguay y ganaderos
del Uruguay. Esta es la causa de la aparición, de la noche a la mañana, del
Belgrano militar en la campaña al Paraguay y su posterior traslado a la Banda
Oriental, cuando en realidad se había destacado como abogado y economista. Se
sabe que Belgrano redactó la introducción y confeccionó el boceto del Plano de
Operaciones citado más arriba. Moreno al componerlo, respetó la introducción
belgraniana y, en línea generales, su proyecto, aderezándolo luego con sus
crueldades propias de Caracalla. Pero don Manuel conoció el documento: a esto
no hay quien lo niegue, como se sabe que no abrió la boca para oponerse ante
semejantes barbaridades. El documento, encontrado por casualidad en Sevilla por
don Eduardo Madero a fines del Siglo XIX, está redactado en tono canallesco,
subversivo y terrorista: después me vienen a hablar del Proceso de
Reorganización Nacional que es un bebé de pecho al lado de don Mariano y de don
Manuel, ¡que son próceres indiscutidos!
Dios Santísimo: ¿para qué me haces conocer estas cosas? ¿Acaso yo no sería más
feliz de otra forma? Pero: hágase Tu Voluntad y no la mía. Prosigo entonces.
Llegado a esta altura, le pregunto al lector: ¿y usted que hubiese hecho? ¿Tal
vez adherirse a esta Junta, o haría lo que hizo Liniers, después Artigas y
finalmente Alzaga? Diga usted. Porque después de todo lo que hizo el Cabildo de
Buenos Aires fue tomar la decisión de crear una Junta municipal de gobierno. Le
correspondía luego invitar a las demás provincias hermanas a un congreso
revolucionario para lo cual, cada una de ellas, debía dar, como requisito
previo, un golpe político como el de Buenos Aires. De esta manera la Primera
Junta hubiese sido nada más que una promotora de la revolución nacional. Esta
actitud de Buenos Aires de arrasar con las autonomías provinciales y
municipales se repetiría constantemente, se reflejaría en la Constitución
Nacional y se puede ver hoy en día, donde los Gobernadores, pero
fundamentalmente los Intendentes Municipales (donde reside la auténtica
soberanía popular), son felpudos del gobierno central.
Desbandada la tropa de Liniers y Gutiérrez de la Concha al primer amague, siguieron los dos fugitivos con sus amigos, sin una escolta que les brinde protección, y se refugian en Villa del Chañar, a unas 50 leguas de Córdoba. Allí los alcanza y detiene el Capitán José María Urien, que los venía rastreando, quien comete la arbitrariedad de tratarlos con todas las brutalidades que uno se puede imaginar, incluidos los azotes. La Pasión de don Santiago de Liniers había comenzado en manos de los esbirros del Robespierre porteño, Mariano Moreno: el que en la noche del 25 de Mayo lloraba sentado en las escaleras del Cabildo por las represalias que habría de tomar el rey contra ellos a su regreso “por majaderos”. Esta es la verdadera causa de su misterioso viaje a Inglaterra que dijeron lo hacía en misión diplomática: le aterrorizaba la idea del regreso del rey. En verdad fue un exilio disfrazado con misterios, como su muerte que resultó de un fecaloma: hacía una semana que no iba de vientre y el capitán inglés le suministró un purgante fenomenal. Una hora después estaba con una peritonitis y se fue por la avenida ancha sin semáforos. Pero volvió reencarnado en los periodistas que tenemos que lo han tomado por apóstol.
Detenidos los cabecillas del desacato, debería corresponderse con el final de este triste capítulo de nuestra historia. Pero no fue así, porque es realmente aquí donde comenzó. Porque, ¿qué hacer con Liniers, el Gobernador Gutiérrez y el manojo de amigos encadenados? A Córdoba no los podían regresar, porque muchos de los soldados patricios que formaban los regimientos a las órdenes del Coronel José Antonio González Balcarce admiraban y amaban a Liniers y a Gutiérrez por haber luchado codo a codo con ellos en las jornadas de 1806 y 1807. Algo parecido ocurriría con la población civil, memoriosa del trato paternal y deferente de Liniers durante su virreinato.
Entonces, ¿qué tenemos por aquí? Tenemos un problema insoluble a nivel de dirigentes. El mismo problema que se les repetiría con Artigas, Alzaga, Dorrego, don Juan Manuel y, si el lector quiere, el de Perón: su inmensa popularidad. ¿Qué hacer con un tipo que supuestamente hace lo que no debe hacer y sin embargo goza de abrumadora popularidad? La respuesta no está en los manuales liberales, ni en las películas de Hollywood de yanquilandia, donde el derrocado es un tiranuelo de cuarta. ¿Qué hay que hacer con un tipo en cuya contra se han ensayado todas las argucias y todas ellas, de a una, han ido fallado? A este tipo hay que matarlo, porque la popularidad para los liberales es un bien peligrosísimo. A Liniers y Dorrego, El Coronel Arrabalero, les costó la vida. El Restaurador se les escapó con un hilo de la pata. Y Perón se salvó de milagro, si se tienen en cuenta desde bombardeos hasta una docena de atentados, comenzando por el de Villa Rica en Paraguay.
En verdad la Junta municipal de Buenos Aires, vulgo llamada Primera Junta, ha pensado en el destierro, medida que se le aplicó al compinche Cisneros con todo éxito, pero que con don Santiago sería un fracaso. Alguien ha madurado en hacerlo desaparecer, pero es imposible porque ya todo el mundo sabe que está en manos de sus captores. Reverdece entonces la idea de asesinarlo, pero cómo. Envenenarlo sería muy evidente. A un iluminado de la caterva se le ocurre simular un malón de indios que atacarían la caravana y lo asesinarían sin misericordia. En los alrededores de Buenos Aires hay muchos indígenas que por una damajuana de aguardiente serían capaces de despellejar a su madre. Pero ocurre que a ¡don Santiago de Liniers también lo quieren los indios porque ha sido muy compasivo con ellos! Entonces, si una salida “culta y educada”, resuelven matarlo ellos mismos. Fusilando de esta manera se cargarían de poder coercitivo, desalentando resistencias latentes: digamos que a lo Valle, Cogorno e Ibazeta el 9 de junio de 1956.
Llega a Córdoba el decreto para la ejecución. La
población recibe la noticia con claras muestras de disgusto. El Coronel
Balcarce y el gobernador interino nombrado por la Junta, que fue Juan Martín de
Pueyrredón, se enteran que el Regimiento de Patricios, alojado en la casa de
Ejercicios Espirituales, se está por sublevar para rescatar a Liniers. Les
cierran todas las puertas y les colocan tres regimientos a su alrededor para
que nadie salga ni entre. Unas 100 religiosas y religiosos que allí prestan
servicios padecen la cuarentena, aunque son completamente inocentes: es la
primera herejía de las muchas que luego harían en el Alto Perú contra la Santa
Religión. Ortiz de Ocampo hace como Pilatos: se lava las manos y decide remitir
al prisionero a Buenos Aires. En realidad le tiene miedo a la pueblada y
algunos regimientos que no le han querido rendir honores.
La Junta se entera de esto y resuelve que Liniers no debe entrar en Buenos
Aires. Para ello acuerdan que Castelli y French, con algunos efectivos del
Regimiento Estrella, salgan al encuentro de la columna y fusilen a Liniers
donde lo encuentren. Sin embargo aparecen otros problemas, aparte del cáncer de
lengua que lo tiene mal a Castelli, los soldados del Estrella ponen las cosas
en claro: ellos acompañan pero no fusilarán a Liniers. Los comisionados
alcanzan la columna que viene de Córdoba en Cabeza de Tigre, una posta a la
altura de Cruz Alta. Allí los espera otro frentazo: los soldados de la escolta
que traía a Liniers, también se niegan a fusilarlo. ¡Estos negros de mierda,
siempre creando problemas! No, si es como decía Sarmiento: es una raza maldita.
Porque no habían nacido debajo de una higuera como él.
Pero alguien había sido más previsor que todos estos complotados para asesinar. En Córdoba vivían desde hacía unos dos o tres años un número considerable de soldados ingleses que fueron internados después del escabroso asunto de Luján. Algunos tenían chacra, familia y otros se habían afincado definitivamente. Alguien los habló y ellos aceptaron fusilar gustosamente a Liniers, el autor de su derrota, su prisión, su internación y su vergüenza. Y previendo que pasaría lo que pasó los llevaban a la cola de la columna.
Y así fue como en la mañana del 26 de agosto, el
mes de la Gloriosa Reconquista, de 1810, una docena de soldados de su Graciosa
Majestad Británica fusilaron a don Santiago de Liniers, cubierto de sangre por
los castigos y cinco de sus compañeros todos malheridos. El tiro de gracia se
lo dio French, el cartero de Buenos Aires, devenido ahora en Teniente Coronel
de la noche a la mañana, el que fuera enlace entre las logias masónicas
montadas por Rodríguez Peña y el cura Agüero. En las ropas de Liniers se
encontró su despacho como Virrey firmado por el rey, que Castelli ordenó
quemar: estaba el papel tinto en sangre.
A esto último lo descubrió el historiador Julio Lafont al que por poco lo
matan. Pero jamás pudieron desmentirlo, hasta el día de hoy porque está muy
bien documentado. Al resto, que no es de Lafont, los invito a los historiadores
a que me desmientan. Pero, ¡cuidado!, porque a lo mejor no me callo de cosas
que aquí he callado.
AUTOR:
Dr. Julio C. González fue profesor de Economía Política en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires desde 1965 hasta el 24 de Marzo de 1976, es profesor de Estructura Económica Argentina en al Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora desde 1989. Durante el gobierno constitucional del 25 de Mayo de 1973 al 24 de Marzo de 1976 fue, entre otros cargos, director de Asuntos Jurídicos de la presidencia de la Nación y luego secretario técnico.
http://unidosxperon.blogspot.com.ar/2013/05/25-de-mayo-de-1810-dia-de-la-fundacion.html
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