Papa
Francisco: Vuelta al neolítico
En Septiembre, Santa Gaia
En Septiembre, Santa Gaia
Desde el Exilio
Agosto 13, 2015
Agosto 13, 2015
En la carrera por utilizar el miedo
como recurso de poder no hay inocentes. Ni los políticos, ni los periodistas,
ni los filósofos… ni el Papa Francisco. El miedo a los desastres en la “casa
común” (sic.), según dicen mayormente provocados por nosotros, vuelve a
nuestras vidas desde el neolítico cual apocalíptico jinete viajero en el
tiempo. Hace pocos días criticaba la última encíclica papal por
la total ausencia de evidencias en la mayor parte de sus postu-lados, por su
carácter marcadamente esotérico y por lo que supone de acercamiento entre dos
de las grandes religiones de nuestro tiempo: el cristianismo y el peligroso
(reaccionario) culto a Gaia. El ser humano ya no es para Su Santidad el
culmen de la creación, es su virus, su enfermedad.
En el neolítico, los humanos que
deambulaban por el planeta descubren (inventan) la agricultura y la ganadería,
pasan de ser cazadores y recolectores a cultivadores sedentarios de cereales,
raíces y verduras al tiempo que alimentan -bucólicos- sus animales domesticados
para que, una vez bien gorditos, pudiesen suplir con proteínas, vitaminas y
minerales las hambrientas bocas de la tribu. Los chamanes, que hasta la fecha
vivían de ritos de iniciación a la caza, de pronto se encontraron sin trabajo.
Pero su inactividad duró poco: el planeta tierra es un sistema complejo en el
que, fruto de la interacción de muchos y muy diversos fenómenos, las fuerzas de
la naturaleza se desatan y castigan con dureza a sus viajeros interestelares (a
todos, en eso Gaia es profundamente “justa y equitativa”).
Tormentas, sequías,
inundaciones, volcanes, terremotos… amenazaban continuamente la placidez
vital de los nuevos agricultores/ganaderos. Las cosechas se perdían, los
animales perecían, y llegaban de nuevo el hambre, la necesidad y la muerte.
Pero ahí estaban los guías espirituales de la época con sus infalibles
explicaciones: el Dios de la lluvia, el Dios Sol, la Madre Luna, la Madre
Tierra se enojaban de vez en cuando porque los humanos no cumplían debidamente
los mandamientos de sus Chamanes, directamente revelados por las fuerzas
divinas a las que sólo ellos podían acceder.
De pronto el planeta se llena de
templos al sol, a la luna, altares a Gaia, todo ello envuelto en las hipnóticas
melodías de las danzas de la lluvia y las fiestas de acción de gracias por la
magnífica cosecha. Pero, si la cosa no iba bien, las melodías dejaban paso a
los gritos de los sacrificados para apaciguar a los Dioses y el planeta se
empapaba de la sangre derramada para saciar la inmensa sed de los “seres
superiores”.
Prohibido cruzar ese río, decían los
chamanes, prohibido visitar esa montaña, no adoren a otro Dios que el que
siempre hemos adorado, cumplan las leyes que los jefes de tribu, los ancianos
protectores de la tradición y los agraciados con el don de la comunicación con
los Dioses hemos diseñado para no soliviantar las fuerzas aterradoras de la
madre naturaleza.
La naturaleza no se defiende. No tiene
un plan. No tiene soluciones de futuro. La naturaleza es,
sin más. Es una víctima sin defensor, una causa sin paladín. Y es precisamente
ahí donde proyectamos nuestra necesidad de control: no hay víctimas sin
culpables. Es nuestra afición por el castigo -aprendida durante
milenios de chamanismo esotérico la que lleva a muchos de nuestros coetáneos a
ceñirse algún tipo de cilicio emocional cada vez que asisti-mos a un desastre
natural. La misma necesidad que nos mueve a ritualizar al acto público de
contrición, arrepentimiento y penitencia, para así, en la repetición
sacralizada e institucionalizada, afianzar el sentimiento de culpa. Oímos en
esta esquina: “Nos están pasando la factura de nuestros actos
irresponsables”; algo más allá alguien dice: “El hombre y la naturaleza
no están hechos el uno para el otro”, mientras otro concluye que los
humanos somos “los parásitos del planeta”, que apenas hemos aportado “muerte
y destrucción”.
Y claro, la naturaleza se rebela y nos
castiga por nuestros errores: huracanes, terremotos, tsunamis, lluvias
torrenciales, calentamiento global… Exactamente igual que en el neolítico
¡Hagamos penitencia!
“La crisis ecológica nos llama por tanto a una
profunda conversión espiritual: los cris-tianos están llamados a una
«conversión ecológica, que implica dejar brotar todas las consecuencias de su
encuentro con Jesucristo en las relaciones con el mundo que los rodea» (…)
La Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la
Creación, que se celebrará anual-mente, ofrecerá a cada creyente y a las
comunidades una valiosa oportunidad de reno-var la adhesión personal a la
propia vocación de custodios de la creación, elevando a Dios una acción de
gracias por la maravillosa obra que Él ha confiado a nuestro cuidado, invocando
su ayuda para la protección de la creación y su misericordia por los pecados
cometidos contra el mundo en el que vivimos.”
Tras haber confesado que ha ingerido 300
gramos de carne de vaca pecando contra el mandamiento “No emitirás ni fomentarás la emisión de Metano”, carne que había sido transformada y
transportada con la consiguiente emisión de CO2, lo que atenta contra el
manda-miento “No emitirás ni fomentarás la emisión
de CO2”, no sólo se sentirá usted mejor:
recibirá la absolución del sacerdote de la Iglesia de la Santa Gaia y, de
seguir así Su Santidad el Papa Francisco, del cura de su parroquia.
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