Lunes, 17
de Agosto de 2015
Alberto
Medina Méndez
En tiempos de crisis, esta sociedad legitimó el
nacimiento de una secuencia interminable de planes sociales.
Las circunstancias angustiantes de ese momento
hicieron creer a todos que solo el Estado podría canalizar la asistencia a los
más necesitados. A pesar de lo refutable de esa afirmación, la comunidad aún
desconfía de la gente y piensa que el gobierno puede ser eficiente en ese rol,
aunque ya demostró reiteradamente su impericia.
Lo cierto es que el "virus" de la ayuda
social, penetró en el sistema como un implacable veredicto. Muchos sostenían
que la coyuntura ameritaba esa acción y soñaban, ingenuamente, con que esta
medida sería transitoria. No tomaron nota de que acababan de engendrar un
instrumento brutal que a la política le resolvería su tarea electoral durante
una larga temporada.
Un beneficiario de un plan social, es un voto casi
cautivo, alguien a quien se puede amenazar con quitarle ese discrecional apoyo.
Intuitivamente, el que recibe esa limosna cree que dispondrá de ella mientras
gobiernen los que están, y que cualquiera que los suceda puede arrebatársela.
Claro que tiene razón. No existe motivo alguno para suponer que semejante
despropósito deba ser eterno, por lo que la continuidad se constituye en una
virtud.
Ese amparo fue útil en situaciones difíciles, aun
sirve en el corto plazo y además se lo recibe sin necesidad de una
contraprestación. Aparentemente, no existe mejor dinero que el que se obtiene
sin esfuerzo. El que lo percibe sabe que eso es irracional y por eso teme por
su interrupción.
Es importante identificar a los actores que
protagonizan esta historia. Por un lado están los que otorgan estos favores a
cambio de nada. Se trata de la clase política, esa que sin escrúpulos, quita
recursos a unos para dárselos a otros, y sin pudor, justifica ese saqueo
escudado en una suerte de sensibilidad, que claramente no tiene, pero de la que
se ufana.
Es evidente la inmoralidad de esa casta corporativa
que sigue utilizando con descaro una herramienta tan confiscatoria como
arbitraria. Lo hacen para lograr popularidad, acompañamiento electoral y
someter a los votantes aplicando el más cruel de los instrumentos a los que se
puede apelar para conseguir respaldo en los comicios. Los dirigentes políticos
que sostienen este perverso engranaje no merecen respeto alguno.
Lo que realmente sorprende es la existencia de un
sector de la sociedad, significativo en número, que es el de los saqueados, ese
que trabaja sin descanso, ese que aporta los recursos para que semejante
dislate se pueda concretar y que, paradójicamente, apoya la vigencia de este
mecanismo.
No lo hace con convicción, sino con una hipocresía
difícil de comprender. En público dice entender la necesidad de este tipo de
programas sociales, pero en privado despotrica contra su esencia. Sin lugar a
dudas, esa actitud no solo es absolutamente incorrecta, sino que además es
tremendamente funcional a la continuidad indefinida de este desmadre.
Pero lo paradójico proviene de quienes son
supuestamente beneficiados por este sistema de distribución. Ellos reciben
dinero solo por ser pobres. Tener inconvenientes o necesidades insatisfechas,
los ha convertido en destinatarios naturales de esos fondos que previamente han
sido detraídos de los que lo han generado genuinamente con sacrificio.
Lo que ese grupo no percibe, es que esta ventaja
presunta se ha convertido en una verdadera cárcel. Un individuo que no hace
sacrificio alguno por conseguir su sustento, se convertirá irremediablemente en
un parásito, en una persona indigna, en alguien que solo merece ser auxiliado.
Eso equivale a decir que no se puede valer por sí
mismo, que no sirve para nada, que es un absoluto inútil, y es esa la más contundente
condena a la que ha sido empujado, hacia ese abismo de invalidez total.
El cree que lo han ayudado, puede pensar inclusive
que es un privilegiado. Después de todo, sin esfuerzo alguno recibe recursos.
Parece una ecuación muy favorable, pero su castigo es superior a lo que puede
percibir. Desde ahora será estigmatizado y difícilmente saldrá indemne de ese
proceso.
Una parte importante de la sociedad lo identificará
como una lacra social, como un individuo que no produce y que vive a expensas
de los otros. Su dignidad como persona no tiene valor alguno para los demás.
Pero no es eso lo más grave, sino lo que terminará
sintiendo por sí mismo. Lejos de sentirse un pícaro ganador de este tiempo,
pronto tomará nota de que se ha invalidado, que no es útil para producir nada,
que es incapaz de generar recursos, que nadie le ofrecerá trabajo porque ya no
tiene ninguna habilidad que mostrar, y que es su peor versión como individuo.
La perversidad de este sistema no solo descansa en
la crueldad de la clase política que la sostiene para preservar ese
clientelismo electoral que tanto le reditúa. También perdura en el tiempo
gracias a la incomprensible complicidad de una sociedad que con su silencio y
pasividad no repudia como debiera esta aberración cotidiana.
A no dudarlo, las personas a las que se ha
pretendido socorrer, son las principales perjudicadas. Tal vez aun no lo
comprendan, pero han quedado fuera de todo circuito virtuoso gracias a estas
absurdas políticas. Serán pobres de por vida. Nunca podrán siquiera soñar con
un destino diferente. Porque de la pobreza se sale trabajando, con sacrificio,
con méritos propios, con esfuerzo y no con dádivas. Ellos han sido condenados a
la ayuda social.
Alberto Medina Méndez
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