Un papa contra el aire
acondicionado
"Entre
el Papa y el aire acondicionado, me quedo con el aire acondicionado",
decía el personaje de Woody Allen en Desmontando a Harry. Seguramente a
Allen nunca se le ocurrió pensar que esa chanza iba a terminar por ser
literalmente cierta. Porque entre los numerosos despropósitos de la
encíclica Laudato
Si' se encuentra uno especialmente llamativo: su condena del aire
acondicionado, que considera prueba de que, a pesar de que tengamos una mayor
"sensibilidad ecológica", ésta "no alcanza para modificar los
hábitos dañinos de consumo". "Si alguien observara desde afuera la
sociedad planetaria, se asombraría ante semejante comportamiento que a veces
parece suicida", concluye. Y sin embargo él mismo, que renunció a la
residencia pontificia, vive en Santa Marta, una residencia que naturalmente
cuenta con aire acondicionado.
Tras leer
el resto de la encíclica, la condena del Papa parece mucho más que una
anécdota. Sólo los ecologistas más reaccionarios se han dedicado a clamar
contra un electrodoméstico tan popular, sobre todo en España y en verano. Y eso
es justo lo que el papa Francisco ha demostrado ser: Laudato Si' repite
sin pudor y sin un mínimo contraste con otros puntos de vista lo que Bjorn
Lomborg bautizó en El ecologista escéptico como "la
letanía": todo va a peor, cada vez hay más contaminación, la
basura nos inunda; en definitiva, que cualquier problema medioambiental que se
nos ocurra es siempre gravísimo y no está solucionándose sino agravándose. Una
letanía que, como demostró el propio Lomborg, es mentira cochina.
Al
comprar el pack ecologista completo, el Papa no puede sino caer en contradicciones
flagrantes, que complican al lector más atento el tomar este texto como
guía de nada. Protesta al mismo tiempo por la falta de disponibilidad de agua
potable y por la construcción de embalses. Considera prioritario erradicar la
pobreza y evitar el calentamiento global, pero propone la adopción de energías
renovables que son más caras y, por tanto, más difíciles de pagar,
especialmente por quienes menos tienen, como bien sabemos en España. La
solución podría ser una mejora tecnológica de estas energías, pero también
carga contra quienes ponen su fe en el desarrollo técnico. Y, por encima de
todo, culpa del daño a nuestra "casa común" a la economía de mercado,
que es justamente la que ha permitido reducirlo, al ser la mejor forma que
conocemos de traducir los deseos de los ciudadanos en acciones reales. Aún
estamos esperando que nos expliquen la influencia del capitalismo en la
desaparición del Mar de Aral.
El daño
medioambiental suele poder expresarse mediante una gráfica con forma de U
invertida. Cuando un país va saliendo de la pobreza, su prioridad suele
estar centrada en el desarrollo económico de forma casi exclusiva y los
problemas van creciendo, pero según va alcanzando cierto nivel de prosperidad,
la preocupación medioambiental va tomando fuerza de forma progresiva y se
empiezan a dirigir esfuerzos a ese empeño. Uno de los últimos ejemplos es
China, que pese a los enormes problemas medioambientales que padece y la poca
importancia que, como buena dictadura, concede a las quejas de su población,
empezó el año pasado a tomar medidas para reducir la contaminación de sus ríos
y el aire de sus ciudades. Medidas todas ellas que tienen un coste, que estamos
dispuestos a pagar cuando hemos cubierto necesidades más urgentes.
Una cosa
es la exhortación moral del Papa a cambiar personalmente nuestro modo de vida
para preservar la casa común y otra muy distinta sus erróneas conclusiones
políticas, basadas en la letanía ecologista y no en la ciencia, y en una
visión muy peronista de la economía, como ya se pudo observar en su
anterior encíclica. Y no hay más que mirar Argentina un poco por encima para
ver a dónde llevan esas ideas.
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