“Ganaron ellos”, el nuevo
post del jurista y escritor español José Ramón Bravo
Publicado
el 22 de agosto del 2013
Si la
historia de las sociedades humanas es la historia de una sucesión de imperios,
entonces el nuestro –que fusionó a dos razas y a dos mundos para crear una
civilización única en la Humanidad- fue un imperio al que no le dejaron tener
su propia sucesión natural, que habría sido el nacimiento de esta super-nación:
Hispanoamérica.
¿Por qué,
teniéndolo casi todo para ser dueños de nuestro destino, nos dejamos arrebatar
lo más sagrado: nuestra unidad? ¿Por qué, este mundo hispano-indiano que
perduró durante tres siglos de paz y progreso, permitió que en pocos años nos
sumiéramos en las tinieblas de la guerra civil y el doloroso, interminable
separatismo? ¿Por qué si hace tres siglos nuestro nivel de vida era comparable
al de Europa hemos acabado en este páramo de atraso, miseria e indignidad? ¿Por
qué habiendo tenido una marina que dominaba los mayores océanos, hoy día no
contamos con un ejército capaz de defender nuestra soberanía y garantizar
nuestra paz? ¿Por qué habiendo sido los primeros en tener universidades en
América, tenemos hoy que importar conocimientos del extranjero, casi siempre
enemigo nuestro? ¿Por qué hemos permitido que nuestros hijos crean la Leyenda
negra que nuestros enemigos inventaron para destruirnos? ¿Por qué permitimos
que nos arrancaran a parte de nuestra tierra patria: los yanquis en el norte y
los luso-británicos en el sur? ¿Por qué seguimos empeñados en ver como superior
a esa bestia depredadora que solo creó miseria, racismo y división por donde
pasó: la India, África, Palestina…? ¿Es que nadie puede ver que allá donde
prosperaron (Estados Unidos, Canadá, Australia…) fue porque no se mezclaron con
ningún pueblo o bien directamente los exterminaron?
¿Por qué,
este mundo hispano-indiano que perduró durante tres siglos de paz y progreso,
permitió que en pocos años nos sumiéramos en las tinieblas de la guerra civil y
el doloroso, interminable separatismo?
Estas y
muchas otras preguntas han rondado las cabezas de los pensadores que durante
los últimos 200 años han tratado de comprender el porqué de nuestra
interminable desdicha. Las respuestas, sin embargo, apuntan siempre a un mismo
culpable: el imperialismo británico y la forma en que este ha dividido el mundo
para provecho exclusivo de las naciones anglosajonas. ¿Acaso es casualidad que
varias de las más extensas naciones del mundo, que a su vez son potencias
dominantes en lo económico, en lo militar y en lo político, sean hijas de Gran
Bretaña? ¿Es que hemos de creer a Joseph Chamberlain, cuando afirmó en 1895 que
“la raza británica es la más grande de las razas imperiales que el mundo ha
conocido”? ¿El resto de los pueblos de la tierra es necesariamente inferior a
los anglosajones? ¿Qué hay de los grandes imperios mediterráneos, o de China, o
de Rusia, o de la propia España, por no hablar de las creaciones culturales de
otros muchos y diversos pueblos, dentro y fuera de Europa, durante siglos?
No nos
engañemos. Es cierto que el mundo en que nos ha tocado vivir es un mundo
anglosajón, sí. Pero esto no es fruto de una innata superioridad, sino de una
serie de circunstancias que favorecieron a Inglaterra frente a otras naciones y
que los ingleses, con su legendaria perfidia, supieron aprovechar. Las
relaciones internacionales durante los siglos XVI a XVIII estuvieron dominadas
por tres grandes potencias: Gran Bretaña, Francia y España. Esta última fue la
que inició su expansión ultramarina primero, cruzando el ancho océano para
incorporar nuevas provincias en tierras americanas a sus dominios, que pasaron
a formar parte de un mismo cuerpo político, la Monarquía universal o católica
(a la que la historiografía frecuentemente ha llamado “Imperio Español”, aunque
este término no fuera el oficial ni el que utilizaron los que en él vivieron).
España buscaba una nueva ruta hacia las Indias (Asia oriental) y en su camino
se topó con todo un continente cuya existencia se desconocía: lo que con el
tiempo se acabaría llamando América. Y España se “desdobló” en una nueva nación
hispanoamericana —como dijera el argentino Jorge Abelardo Ramos-: trasplantó al
Nuevo Mundo su fe, su idioma, sus instituciones, su arte, sus conocimientos, su
cultura, su concepción del mundo y de la vida, que hoy viven en cientos de
millones de personas en este continente, también en aquellos a los que han
enseñado a odiar su propia cultura hispánica, la que los define y une; pues,
antes de España nunca hubo unidad (sólo muchos pueblos indígenas que o no se
conocían o directamente se enfrentaban unos a otros), y después de España,
tampoco hubo unidad (sólo divisionismo, guerras civiles, una continua
intranquilidad que llega hasta nuestros días). La Hispanidad es, pues, el
verdadero factor de unidad de los pueblos de nuestra América: por idioma, por
religión, por cultura, por tradición jurídico-política, por historia en común.
Y sobre todo, por otro factor que aún une más a Hispanoamérica y la define y
singulariza frente a las demás civilizaciones del mundo: el mestizaje, esa
fusión de cuerpo y alma que la propia Reina Isabel I de Castilla promovió, como
cuando aconsejó que los castellanos hablaran y se relacionaran con los indios,
y como cuando ordenó, en su propio testamento, que nadie permitiera que los
indios sufrieran “agravio alguno en sus personas ni bienes” y que fueran “bien
y justamente tratados”. Los abusos y excesos de muchos funcionarios y
conquistadores que entonces tuvieron el poder fueron, pues, obra de personas
concretas, y de la propia naturaleza humana, uno de cuyos lados oscuros es,
precisamente, abusar del débil. Pero esto nunca fue un programa ni un proyecto
de gobierno de la Monarquía española: todo lo contrario. La obsesión de esta,
como demuestran una y otra vez las evidencias históricas, fue extender su
dominio y su poder para asegurar el predominio de la fe católica.
Es cierto
que las sociedades evolucionan, y que hoy en día muchísimos hispanos ya no
sienten esa fe con el mismo ardor, y muchos de ellos no la sienten en absoluto.
Sin embargo, más allá del contenido estrictamente religioso o espiritual, el
catolicismo ha impregnado por completo el alma hispana modelando su cultura y
su forma de ser. Es decir, hoy el catolicismo es más cultual que religioso, si
se prefiere. Esa desconfianza ante la excesiva riqueza material, ese
convencimiento profundo de que todos los hombres son iguales, esa extraña
veneración por el sacrificio, el llanto y el dolor, que conviven con la
esperanza de un mañana salvador que nos devuelva la alegría… tienen mucho que
ver con las entrañas del catolicismo, aunque hoy no nos lo planteemos en clave
religiosa. Incluso el radicalismo ideológico de los hispanos que, tanto en la
derecha como en la izquierda, niegan al contrario y quieren imponer su
particular “credo” porque en lo más profundo de su alma están convencidos de
que la suya es la Verdad indiscutible.
Es cierto
que el mundo en que nos ha tocado vivir es un mundo anglosajón, sí. Pero esto
no es fruto de una innata superioridad, sino de una serie de circunstancias que
favorecieron a Inglaterra frente a otras naciones y que los ingleses, con su
legendaria perfidia, supieron aprovechar.
Y, frente
a esta visión de la vida y el hombre, se alza el protestantismo anglosajón.
Utilitarista, práctico, materialista. Los ingleses, cuya Reina nombraba
caballeros a piratas en el siglo XVI, sembraron de terror el Atlántico para
apoderarse mediante el robo de lo que otros había obtenido por el derecho de
conquista. Los ingleses no necesitaron adentrarse en selvas, cruzar desiertos,
exponerse a mil peligros y sojuzgar a dos imperios continentales. Tampoco
perdieron el tiempo mezclándose con indígenas para crear una nueva estirpe
mestiza, ni creyeron necesario levantar catedrales, fundar universidades y
colegios, aprender las lenguas indígenas para evangelizar a infieles. Nada de
eso. A los ingleses les bastaba asaltar a los galeones de Indias y llevarse lo
único que les interesaba: el oro y la plata, que fue con lo que construyeron,
poco a poco, la prosperidad de su nación. No por casualidad Inglaterra es,
todavía hoy, el centro financiero del mundo. El filósofo Gustavo Bueno, sin
negar los abusos y errores que se cometieron durante la época virreinal
española, distingue entre dos tipos de imperios: el imperio generador y el
imperio depredador. El imperio español pertenece a la primera categoría porque,
en ese crecer y expandirse de Castilla y luego España, se incorporaron
territorios a un mismo cuerpo político y se creó una nueva estirpe, un nuevo
tipo de hombre y de sociedad. Inglaterra pertenece a la otra clase. Por donde
han pasado, los anglosajones han exterminado o arrinconado siempre al nativo,
como lo demuestra el hecho de que ninguna gran nación anglosajona es genética
ni culturalmente mestiza. El propio historiador John Elliott reconoce que los
anglosajones establecieron “fronteras de exclusión”, a diferencia de las de los
españoles, que eran “fronteras de inclusión”. Lo que hoy se denomina “sociedad
abierta” o “sociedad multicultural” no es más que la negación del mestizaje: es
necesario preservar a las razas, mantenerlas separadas, de ahí el apoyo
entusiasta de los académicos anglosajones al “indigenismo”, porque ello, claro
es, divide y debilita aún más a nuestras sociedades. De ahí, también, la
obsesión de los países anglosajones por preguntar a sus habitantes, en los
censos de población, a qué raza pertenecen: una pregunta que resultaría
escandalosa e inmoral en nuestras sociedades.
A los
poco versados en historia y con demasiado odio anti-hispánico metido en la
cabeza, habría que recordarles lo siguiente: lo peculiar, específico de la
hispanidad, no fueron los abusos de varios conquistadores, ni el trato desigual
de la población, ni la imposición de una cultura sobre las otras. Porque todos
esos elementos, es decir, esas sombras que obsesionan a los hispanófobos, son
algo que han existido y existirán en toda sociedad que en determinado momento
histórico disponga de un gran poder y se haya constituido como un gran
Estado-imperio: Indo-España no fue excepción en tal sentido. La esencia de la
hispanidad, sin embargo, hay que buscarla en lo que de verdad la diferencia del
resto de las civilizaciones. Y aquí es donde observamos dos fuerzas que la
impulsan y la hacen única frente a otros cuerpos de dimensiones imperiales: la
obsesión por extender una fe que se consideraba la única y verdadera, por
encima de cualquier consideración material, y el “predicar con el ejemplo”;
mezclándose con el otro, con el extraño, y dando lugar a una nueva raza, lo que
el mexicano José Vasconcelos llamaría la “raza cósmica” (los mestizos, tanto si
lo son genética como culturalmente). En la medida en que la hispanidad tiende a
fusionar a todos los seres humanos, representaría la verdadera universalidad (o
sea, nuevamente el catolicismo, pues eso mismo es lo que significa la palabra
“católico” = universal).
Por donde
han pasado, los anglosajones han exterminado o arrinconado siempre al nativo,
como lo demuestra el hecho de que ninguna gran nación anglosajona es genética
ni culturalmente mestiza.
Pues,
bien. Tras tres largos siglos de civilización hispana, de unidad política
hispano-americana, de paz y gobernabilidad, de arte, ciencias, pensamiento,
cultura, política y economía (obviamente todo ello en el contexto de la época:
siglos XVI a XVIII), nuestro mundo cayó en las tinieblas, de las que aún no
hemos escapado. Porque, como todo el mundo sabe, ganaron los otros, los que no
tenían ninguna visión trascendental de la vida ni del hombre, sino que sólo
rendían culto a un único dios: el Comercio. Ellos fueron los verdaderos
destinatarios de las riquezas hispanoamericanas, que no se pudieron reinvertir en
nuestro propio Estado indo-hispano (sólo parcialmente; mientras perduró la
unidad monárquica), sino que sirvió para enriquecer a Gran Bretaña y a sus
banqueros, a sus industriales, a sus comerciantes. Sirvió para que, a costa
nuestra, de nuestro esfuerzo en construir esa gran unidad política a la que
hicieron fracasar partiéndola en pedazos, pudieran ellos crear su industria y
arruinar la nuestra, crear sus bancos que arruinaron nuestras arcas públicas
mediante empréstitos abusivos, financiar guerras contra nosotros para intentar
destruirnos (como la guerra del Paraguay, que exterminó a la mayor parte de la
población masculina de aquel Estado). Si hubiéramos resistido, si hubiéramos
sabido comprender que en nuestra unidad estaba nuestra fuerza, nada de esto
habría pasado, y el mundo sería hoy, de seguro, muy distinto. Prácticamente no
hay rincón del mundo donde los anglosajones no ejerzan su poder y su dominio;
donde su economía, cultura, lengua, política y ejército no estén presentes.
Pero, a diferencia de la hispanidad, en este caso no hay concepción
“universalista” que trate de igualar a los hombres, hermanándolos. No. Se trata
de tejer todo un entramado político, jurídico, económico y militar en el que,
esencialmente, sólo haya dos tipos de hombres: los anglosajones, dueños del
mundo: y todos los demás, sus colonias. Pues, si la Monarquía hispánica creó
provincias, gobernaciones, virreinatos y capitanías en las Indias (erróneamente
llamadas “colonias”, pues no lo fueron nunca), en este caso las potencias anglosajonas
sí han convertido al resto del mundo en una inmensa colonia. Esto explica
nuestro eterno sometimiento, nuestra división, nuestra pobreza, nuestra
confusión, nuestra intranquilidad y desasosiego. Ganaron ellos, como todos
sabemos, y por ello están las cosas como están.
Sólo
renacerá la esperanza el día en que los hispanos empecemos, de nuevo, a
unirnos.
Así era
el mundo a finales del siglo XVIII, hace poco más de 200 años. Obsérvese cómo
las Indias (Hispanoamérica), junto con la península ibérica y Filipinas, era el
Estado más extenso. Gran Bretaña consiguió destruir aquella inmensa unidad
política fomentando el separatismo, que nos dividió en varios países.
José
Ramón Bravo
Jurista y
escritor español
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