Por Gabriela Pousa / 26 enero,
2015
A veces
creo que los argentinos no podríamos vivir sin este estado de crisis
perpetuas. Es como si estuviéramos enamorados fatalmente de ellas. Un amor al
estilo Montescos y Capuletos, condenados desde el vamos, perdiendo la vida
no por magnas gestas sino por error y auto engaños.
De ser
así, sólo me cabe decir: ¡Qué felices éramos cuando las crisis eran
únicamente económicas! Bastaba que apareciera un nuevo ministro con un plan B o
una tablita, y volvíamos a gozar esos “veranitos” que nunca entendimos, eran
apenas galimatías, caminos cerrados sin salida… Hacíamos de un cáncer una
gripe más. Pero cuando la crisis penetra el campo de los principios y la moral,
cuando afecta la institucionalidad , la situación se complica en lo esencial.
Pero acá
estamos – con un muerto cuya sangre aún no ha secado -, con un pueblo
azorado, espantado; y un gobierno ensimismado buscando estrategias para no ser
ellos quienes deban enterrarlo. Si no fuera real, si no mediara demasiado
espanto , la trama podría adjudicarse a Edgar Alan Poe, o a Bermard Shaw.
La
realidad, sin embargo, no admite guión, sólo nos propone ser protagonista o ser
espectador. Y la decisión en ese caso no puede atribuírsela a una Jefe de
Estado. El rol de
Poncio Pilatos no está disponible. Hace más de una década que está encarnado en
Balcarce 50.
Cristina
Kirchner se mantiene en una suerte de campaña proselitista eterna. ¿Le importa lo sucedido con el
fiscal Nisman? Desde luego, pero le interesa porque debe buscar el modo de
deshacerse del cuerpo, de quedar fuera de escena. Y a pesar del ahínco, de los
vaivenes en sus “misivas”, de su desaparición física y su ensayo, prueba y
error (pero no en el sentido popperiano), no halla forma de que así suceda.
La dama está mal herida, No puede salir ilesa.la sangre del fiscal la salpicó de pies a cabeza. Los duelos conllevan un tiempo que políticamente no se contempla. Si se estira más de la cuenta, Cristina tendrá que optar por las mismas opciones que ella le otorgó a la víctima: se “suicida” o la “asesinan”.
La dama está mal herida, No puede salir ilesa.la sangre del fiscal la salpicó de pies a cabeza. Los duelos conllevan un tiempo que políticamente no se contempla. Si se estira más de la cuenta, Cristina tendrá que optar por las mismas opciones que ella le otorgó a la víctima: se “suicida” o la “asesinan”.
Valgan
las comillas porque no será en sentido literal desde ya, sino en el teatro
político donde puede terminar recibiendo un tiro de gracia que la quite de
escena, como sucede cuando termina el contrato de un actor; o bajarse por sí
misma al darse cuenta que no hay más letra para ella.
Los
aplausos no se oyen como se oían cuando, aún perdiendo terreno, lograba
resucitar como el ave fénix de lo que parecía ser la estocada definitiva de la
realidad. La “obediencia debida” está urdiendo su final. ¿Cuántos son hoy
los hombres leales a Cristina? La mayoría pegaría aliviada un salto previendo
el ocaso. Pero el séquito de Presidencia recibió el mensaje. Ven a Nisman no
como una víctima sino como una “advertencia” sin eufemismos, sin metáfora, sin
rimar.
El
funcionario judicial se atrevió a dejar el elenco del relato oficialista para,
en otra sala, ser protagonista . Tenía consigo el argumento, con comienzo,
desenlace y final. Sin máscara, sin disfraz, en carne viva, muy al margen
de las escenografías.
En carne
viva también salió el pueblo a la calle la noche misma en que se conoció la
noticia. No interesa un ápice en este caso las estadísticas. Se habrá observado que nadie se
atrevió a dar cifras. Muchos o pocos salieron del hastío que los sometía a ser
títeres de un titiritero que les imponía el libreto de sus propias vidas. No
solucionaron los hechos pero los confirmaron. Le otorgaron ese carácter sagrado
al que aludiera el juez Carlos Fayt.
Sin
necesidad de explícitar la gente le puso nombre y apellido a la bala que
mató al hombre que, horas después, debía denunciar un pacto criminal rubricado
por la mandataria e Irán. Hay formas de matar sin empuñar un arma ni
ordenar a otro que lo haga. Se puede ser culpable por acto o por omisión.
no hay vuelta que darle: la responsabilidad final de cuidar al fiscal la tenía
la máxima cabeza del Estado Nacional.
En ese
sentido, y sin que lo que escriba sea tomado como falta de respeto a la familia
del occiso; percibo que el tiro a Nisman nos rozó a todos de un modo u otro. Lo
que sigue ya no será la mera campaña proselitista, sino los intentos por
hacerle olvidar al pueblo, el efecto colateral de lo que posiblemente alguno
creyó un remedio, pero resultó peor que la enfermedad.
Si la
herida deja de tener importancia por nuevos escándalos, distracción o algún
artilugio que convierta por ejemplo una causa perdida en causa nacional (con
propósito electoral), la yaga seguirá inerte pero sin cicatrizar. Y entonces,
llegará el día en que nos veremos desangrar unos a otros por el contagio de
la más vil enfermedad: la inconsciencia social.
Se puede
donar un órgano pero si se dona la memoria, si se la rifa por apatía, o
porque el olvido es mucho más liviano y ligero de soslayar, otros se harán de
nuestros recuerdos y, consecuentemente de nuestra historia colectiva y
personal.
Todavía
no se dio sepultura al fiscal. Todavía hay dolor. Y el dolor enseña, el
dolor hace madurar, el dolor pone las prioridades en su justo lugar. Quizás
nuestro problema es que no supimos jamás cómo es que algo duela de verdad
porque siempre apelamos a algún calmante fugaz.
Es hora
de entender que anestesiarse no es curarse. Por el contrario, es una forma de
perpetuar la enfermedad y sobrevivir a cuestas, con el mal.
Gabriela
Pousa
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