El español, seña de
identidad de Hispanoamérica
Portada
de Grammatica Antonii Nebrissensis, primera gramática del español, escrita por
Antonio de Nebrija y publicada en 1492
“Es la lengua española el instrumento de
identificación mayor y más válido entre los pueblos que viven desde las estepas
del río Bravo hasta la helada pampa patagónica. Idioma e historia tienden,
contra los obstáculos de la naturaleza, un sentimiento de fraternidad que,
precediendo a los bloques económicos y políticos que acaso surjan en un futuro,
sostiene la esperanza y más promisora garantía del mundo hispanoamericano”
(Pedro Henríquez Ureña)
El siguiente texto es un fragmento del ensayo
titulado “La construcción lingüística de la identidad americana”, de la
filóloga Eva Bravo García (Universidad de Sevilla). Publicado en Boletín de
Filología, Tomo XLV Número 1 (2010): 75 – 101, Universidad de Chile, en el sito
web Scientific Electronic Library Online.
Simón Bolívar fomentó la idea de formar con toda la
América española una sola nación, ya que todos los pueblos americanos tenían el
mismo origen, la misma lengua, las mismas costumbres y la misma religión. En
1815 inicia su “Carta de Jamaica” con la expresión de este deseo:
Es una
idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un
solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un
origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por
consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes Estados
que hayan de formarse… (Bolívar 1999: 21).
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El escritor y diplomático ecuatoriano Vicente
Rocafuerte insistió en esta idea, resaltando la necesidad de que América
contara con un sistema gubernativo único en todo el continente; así, con una
unión fuerte, tras la independencia política habría de conseguir la
emancipación mental. De forma semejante se expresa en junio de 1856 Francisco
Bilbao, cuando expone en París su Iniciativa de la América: “Uno es
nuestro origen y vivimos separados. Uno mismo nuestro bello idioma y no nos
hablamos. Tenemos un mismo principio y buscamos aislados el mismo fin” (1866:
266). En la vida intelectual, esos afanes se plasmarán en las obras de A.
Bello, Juan B. Alberdi y Rufino J. Cuervo, entre muchos otros:
Nada,
en nuestro sentir, simboliza tan cumplidamente a la patria como la lengua
[...] Por eso, después de quienes trabajan por conservar la unidad de
creencias religiosas, nadie hace tanto por el hermanamiento de las naciones
hispano-americanas, como los fomentadores de aquellos estudios que tienden a
conservar la pureza de su idioma, destruyendo las barreras que las
diferencias dialécticas oponen al comercio de las ideas (Cuervo 1955: 6).
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Los padres de los documentos fundacionales y los
ideólogos de la emancipación entienden que el español es algo más que una
lengua comúnmente hablada por los ciudadanos: es, de una parte, uno de los
elementos que dan identidad a las nuevas naciones; de otra, es un factor que
las define y refuerza, entrelazando a nuevos grupos territoriales de fronteras
aún no claramente definidas.
Tres
formas de vida han contribuido de manera singularísima a con-figurar a
América como entidad histórica: el lenguaje, la religión y la acción
educativa. El lenguaje es la función natural de la sociabilidad humana; es la
invención más excelsa del hombre para el hombre. Sin lengua común no hay
comunicación entre los hombres, y la expresión lingüística en cuanto función
comunicativa, es órgano insustituible de la convivencia humana. [...] Entre
los bienes culturales legados por Europa, acaso el idioma, la filiación
lingüística, es el más perdurable y el que ha contribuido de más enérgica
manera a la formación de los pueblos americanos” (Larroyo 1989: 270).
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El idioma común es una garantía de unidad
panamericana, un salvoconducto para la circulación de las ideas por todo el
continente, además de un inestimable refuerzo ante la presión de los nacientes
Estados Unidos. La influencia opresora de los estados del norte fue advertida
por muchos y culmina en la preocupación de Martí. Rubén Darío vertió su
indignación en composiciones y artículos, singularmente en el que lleva por
título “El triunfo de Calibán” donde, recordando “la agresión del yankee contra
la hidalga y hoy agobiada España”, reivindica
la
urgencia de trabajar y luchar porque la Unión latina no siga siendo una
fantamorgana del reino de la Utopía, pues los pueblos, sobre las políticas y
los intereses de otra especie, sienten, llegado el instante preciso, la
oleada de la sangre y la oleada del común espíritu (1898:1).
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Trascendiendo lo nacional y por encima de las
diferencias de sustrato, la lengua española es “un admirable símbolo de
independencia política” (Picón-Salas 1944: 55). Ninguna de las constituciones
elaboradas por las nuevas naciones americanas se verá en la necesidad de
incluir en su articulado una sola mención sobre la lengua de sus ciudadanos. La
materia no es cuestión de controversia:
miramos
y declaramos como amigos nuestros, compañeros de nuestra suerte, y partícipes
de nuestra felicidad, a los que, unidos con nosotros por los vínculos de la
sangre, la lengua y la religión, han sufrido los mismos males en el anterior
orden (Acta de la Independencia de Venezuela, 1811).
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Los textos constitucionales no harán mención del
idioma oficial hasta la segunda década del siglo XX -el primero, Ecuador en
1929-, cuando las circunstancias culturales son completamente diferentes, y la
propia España hasta la constitución republicana de 19315.
LA LENGUA COMO SEÑA DE IDENTIDAD DE LA NUEVA
AMÉRICA
Una muestra de la importancia que la lengua tiene
en estos momentos de cambios históricos radicales es la figura de Andrés Bello.
Venezolano de nacimiento, llegó a Chile llamado por el gobierno, tras
desarrollar una actividad diplomática en Londres durante casi dos décadas
(1810-1829), donde realizará una amplia labor en el campo del derecho y de las
humanidades; allí fue senador y profesor, y bajo su impulso decisivo se crea la
Universidad de Chile en 1842.
“Uno es
nuestro origen y vivimos separados. Uno mismo nuestro bello idioma y no nos
hablamos. Tenemos un mismo principio y buscamos aislados el mismo fin” (Francisco
Bilbao)
La obra filológica de Bello fue un foco de
atracción en su época, especialmente su Gramática de la lengua castellana
destinada al uso de los americanos (aparecida en 1847), obra que constituye
un punto de inflexión en el pensamiento gramatical y en la reflexión
lingüística. El afán descriptivo de Bello, que recoge no solo usos lingüísticos
vigentes sino también “ciertas formas y locuciones que han desaparecido de la
lengua corriente” (1981b: 128), le lleva a incidir en aquellos aspectos en que
la modalidad americana está desarrollando formas divergentes. Las opiniones
lingüísticas que expresa, más allá de un valor estrictamente filológico, tienen
la virtud de plantear una reflexión que recoge las aspiraciones intelectuales
de la independencia y que parte de la situación lingüística coetánea.
Considerando cada una en su contexto histórico, las
obras de Bello y de Nebrija tienen cierto paralelismo. Ambos trabajos no son
singularmente revolucionarios y deben mucho a la tradición que heredan, pero tienen
la virtud de plasmar formalmente lo que el espíritu de sus épocas respectivas
reclama, una atención ponderada y formal a la realidad lingüística del momento.
Esto las convierte en referentes simbólicos que abren el camino a otros
trabajos y formulaciones que, en definitiva, ponen en evidencia la necesidad de
expresión y discusión sobre la lengua en un momento de cambios sociales
decisivos.
Al igual como la lengua general hablada por el
pueblo fue un punto de partida común en la sociedad hispana del siglo XVI, el
castellano es ahora un importante factor de cohesión en el desarrollo del las
nuevas sociedades decimonónicas. Por ello, lo natural y consecuente es el
desarrollo continuo de la lengua heredada sin rupturas, construyendo un punto
de referencia común a todas las nuevas naciones en el que es posible apoyar
otras divergencias necesarias para la nueva identidad nacional: las diferencias
de pensamiento en filosofía, las ideas políticas y la metodología educativa.
En el prólogo de su obra, Bello defiende que cada
lengua tiene una identidad propia -”su genio, su fisonomía y sus giros” (1981b:
124)-, por lo que su personal punto de partida es desprenderse del referente
del latín como ideal de lengua y del tradicional apoyo en las autoridades,
“porque para mí la sola irrecusable en lo tocante a la lengua es la lengua
misma” (1981b: 126).
Bello tiene conciencia de las diferencias que la
lengua ha ido tomando en América; algunos de los rasgos que caracterizan a esta
modalidad son incorrectos y otros enriquecedores, pero todos ellos síntoma de
la vitalidad lingüística del continente. Considera su obra como una gramática
nacional, entendiendo como nación al conjunto de compatriotas
americanos, de ahí que se desvincule de la necesidad de satisfacer a los
hablantes peninsulares:
No
tengo la presunción de escribir para los castellanos. Mis lecciones se
dirigen a mis hermanos, los habitantes de Hispano-América. Juzgo importante
la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza, como un
medio providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las
varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes
(1981b: 129).
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“Mis
lecciones se dirigen a mis hermanos, los habitantes de Hispano-América” (Andrés
Bello)
La lengua, que él prefiere llamar castellana6, es una parte de la herencia
española trascendental, y su vitalidad es indiscutible, aunque sobre la unidad
lingüística de todos los hablantes planea el peligro de una futura
fragmentación lingüística7. Se genera así la segunda gran
polémica sobre la lengua, centrada entre el peligro de la fragmentación o la
conservación de la unidad del español americano. La idea de Bello -compartida
entre otros por Rufino J. Cuervo8- acecha desde los primeros
momentos de la emancipación y está vinculada estrechamente con la falta de
liderazgo lingüístico de las jóvenes naciones.
Cuervo expresó su preocupación en la carta que
envió al autor del poema Nastasio, el argentino D.F. Soto y Calvo, y que
éste puso como prólogo de su obra. En ella, se lamenta tanto de la indiferencia
que los países americanos sienten unos respecto a otros, como del poco interés
que suscita lo español, de manera que
Cada
cual se apropia lo extraño a su manera, sin consultar con nadie; las
divergencias debidas al clima, al género de vida, a las vecindades y aun qué
se yo si a las razas autóctonas, se arraigan más y más y se desarrollan.
[...] Estamos pues en vísperas (que en la vida de los pueblos pueden ser bien
largas) de quedar separados, como lo quedaron las hijas del Imperio Romano…
(1901: 35).
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Las palabras de Cuervo tuvieron repercusión en la metrópoli,
desde donde contesta Juan Valera, despejando toda preocupación al respecto:
No hay
motivo, pues, para recelar la desaparición en el nuevo continente de la
lengua castellana [...]. El aislamiento de las diversas repúblicas entre sí
tendrá que ser y deberá ser menor cada día, y sólo en muy remoto porvenir,
que va más allá de toda previsión humana, podrá crear lenguas distintas,
acabando por no entenderse los que hoy son pueblos hermanos (1961: 1037).
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Los factores de desunión argumentados por Cuervo
eran el léxico popular divergente, el desconocimiento mutuo de las respectivas
literaturas y las influencias de la emigración, particularmente intensa en
ciertos puntos de América:
sobran
argumentos para probar que el amor patrio nos aconseja también guerrear por
la pureza del idioma.
El hogar puede estar constituido por padres nacionales o extranjeros, cuando no por cónyuges de diferentes nacionalidades, y en estos dos últimos supuestos, el idioma que aprenden los hijos dista mucho, no ya de ser correcto y puro, sino de ser comprensible para quien no se educara en aquel diminuto ambiente. Conste que entre estos figuran no pocos hogares cuyos jefes son de origen peninsular, que creen obrar cuerdamente, por aquello de “en la tierra donde fueres haz lo que vieres”, aceptando cuantas corruptelas idiomáticas recogen, y no por cierto de labios doctos (Monner 1924: 184). |
Todo ello debe ser ponderado y el peligro puede
neutralizarse si hay una voluntad de unidad a ambos lados del Atlántico. Pero,
además, hay otros factores de atracción del idioma, por lo que sentencia Valera
que “por el habla, por las creencias, por las costumbres, la gente de allí
seguirá siendo española antes de ser americana” (1961: 1036).
La cuestión no quedó en absoluto zanjada y el asunto
aún continuará preocupando en la década de 1960. Pero esta inquietud no era
general entre los escritores hispanoamericanos e, iniciado ya el siglo XX,
muchos expresaron opiniones absolutamente alentadoras, como estas palabras de
Pedro Henríquez Ureña:
Es la
lengua española el instrumento de identificación mayor y más válido entre los
pueblos que viven desde las estepas del río Bravo hasta la helada pampa
patagónica. Idioma e historia tienden, contra los obstáculos de la
naturaleza, un sentimiento de fraternidad que, precediendo a los bloques
económicos y políticos que acaso surjan en un futuro, sostiene la esperanza y
más promisora garantía del mundo hispanoamericano (1944: 19-20).
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“Nada, en
nuestro sentir, simboliza tan cumplidamente a la patria como la lengua” (Rufino
José Cuervo)
Aunque Cuervo temía que la fragmentación entrara
por la vía de la literatura, pues tarde o temprano ésta se hace eco de las
singularidades del habla popular, nada de esto parece constatarse. Pese a que
la literatura del siglo XX ha dado cada vez mayor cabida a un estilo que se
aproxima a la lengua oral, buscando en ella la singularidad idiomática de cada
país, nadie duda hoy seriamente de la unidad del español, reforzada por el
impresionante desarrollo del mundo de las comunicaciones y seña de identidad de
los Estados del centro y sur del continente americano.
Las lenguas indígenas desempeñaron un papel muy
modesto en la construcción lingüística de las nuevas naciones. Aunque tenidas
en cuenta para llegar a la población en los distintos procesos de
independencia, tras las primeras organizaciones políticas nacionales, las
lenguas autóctonas quedan en el olvido, relegadas al uso oral y en modo alguno
dotadas de nuevos recursos para su difusión. Las medidas postindependentistas mostraron
no ser siempre proclives a las lenguas vernáculas. En muchos casos perderán,
incluso, medios con los que ya contaban, tales como la alfabetización en lengua
materna que hacían algunas instituciones y obras de religiosos.
En este sentido, un caso singularmente llamativo es
el de Paraguay que, pese a la obra de conservación del guaraní que hizo la
orden jesuita durante más de siglo y medio (1609-1767) y siendo el país con
mayor cantidad de individuos monolingües indígenas, prohibió el uso de las lenguas
locales. La nueva República del Paraguay fundó una Academia Literaria en
Asunción para promover el estudio del castellano y el latín, pero sin
considerar las lenguas autóctonas, e incluso el gobierno del presidente Carlos
Antonio López dictó una ley en 1848 que ordenaba sustituir los nombres y
apellidos guaraníes de la población por otros de origen español.
No obstante, la situación mejora tras la guerra de
la Triple Alianza (Brasil, Argentina y Uruguay) contra Paraguay en 1865;
durante el conflicto se emiten comunicados secretos en guaraní y el presidente
Francisco Solano López lo usará en discursos oficiales. En 1867 aparecerán
publicaciones como los periódicos satíricos Cabichu’i y Cacique
Lambaré y ese mismo año, un congreso de grafía propone una nueva escritura
para el guaraní. Al finalizar la Guerra Grande en 1870 vuelven las medidas
restrictivas para esta lengua, se prohíbe su uso en la escuela y los que la
emplean reciben el calificativo despectivo de “guarangos”. Habrá que esperar
aún cincuenta años y otra guerra -la del Chaco (1932-35)- para que se vuelvan a
unir los soldados a través de su lengua autóctona.
LA BÚSQUEDA DEL MODELO LINGÜÍSTICO
Es bien conocido que los procesos emancipadores
llevaron a América influencias culturales de otros países europeos, por la
llegada de obras literarias y filosóficas o bien por los viajes y estancias de
sus líderes por Europa. La cultura francesa y el pensamiento anglosajón se
presentan como modelos de construcción y desarrollo de ideas acordes con la
modernidad, en tanto que se menosprecia o incluso se reniega abiertamente de la
herencia española, pero en absoluto constituyen un modelo lingüístico.
“nuestro
idioma siguió siendo siempre el español, más o menos adulterado, vivificado o
corrompido, como plazca, pero el español al fin” (Rubén Darío)
Los ideales de la independencia apenas se
encuentran en autores españoles; son Francia e Inglaterra quienes proporcionan
buena parte del ideario y por lo tanto se tomarán de estas lenguas conceptos e
ideas novedosos y cuya mejor expresión se encuentra en autores que no son
españoles. “Ha sido forzoso escribir más, y más de prisa y sobre muchas
materias que antes no se trataban” (Cuervo 1955: 43), e inevitablemente a
través de estas obras se han ido introduciendo neologismos e incorrecciones de
construcción que han pasado al texto impreso, extendiéndose a través de él a
los lectores cultos y de ellos, a la prensa y a la sociedad.
En algunos países se toman pronto medidas contra
estas influencias; ya en 1835, el presidente Santa Ana había creado la Academia
Mexicana de la Lengua -sin contacto con la española- con intención de preservar
a la lengua de las malas traducciones con que se inundaba el país, junto a la
escasez de obras clásicas y originales, todo ello derivado de la incomunicación
con España. Desde esa época se cultiva la unidad lingüística americana como
seña de identidad cultural y para mantener la comunicación entre las nuevas
naciones.
Entre tanto, desgastada por guerras y abatida por
las derrotas, España se despega de sus antiguas posesiones y en modo alguno
pone de su parte el esfuerzo necesario para mantener una presencia intelectual,
indolencia de la que se queja Darío:
Yo pecador, le diría, me confeso, y pido la más
completa absolución para la joven América. Hemos pecado, es verdad, pero la
culpable ¿no es España, nuestra madre, que, una vez roto el primer lazo, se
encerró en su Escorial y afectó olvidarnos lo más posible? Buques, hombres e
ideas de otros países llegaron a nuestras tierras, y nosotros, también, poco
a poco, olvidamos a España; de todas maneras, nuestro idioma siguió siendo
siempre el español, más o menos adulterado, vivificado o corrompido, como
plazca, pero el español al fin (1899:1).
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