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lunes, 16 de diciembre de 2013

TUCUMÁN DE LUTO

SIN PALABRAS


La calamidad, la agonía y la soberbia

El país vive las horas más bochornosas de la última década, donde el desborde social denuncia el fracaso del Estado para manejar el monopolio del orden público

ARGENTINA.- El país vive las horas más bochornosas de la última década, donde el desborde social denuncia el fracaso del Estado para manejar el monopolio del orden público. Pero no solamente se trata del dominó de reclamos policiales diseminado en todo el territorio nacional, sino que además se revela la aparición pública de un sustrato marginal dispuesto a todo.

El saqueo es la expresión más acabada del estado anárquico en que vive un sector de la sociedad argentina, ajeno a todo respeto por la ley esa marea de delincuentes se mueve a su antojo mostrando como un lauro la impunidad de la que hace ostentación.

Que las Fuerzas de seguridad no respondan a sus mandos naturales no es más que la punta del iceberg porque a diferencia de otras épocas en que los desbordes tenían un enemigo común, el gobierno o sus políticas, ahora son todos enemigos. El espectáculo siniestro de ver la Gendarmería Nacional apaleándose con fuerzas de seguridad provinciales y las luchas entre civiles, unos por defender su propiedad y bienes y más allá otros luchando entre sí por el botín, traza el cuadro más angustioso de una situación desbocada que no se soluciona con aumentos de sueldos a los uniformados. Queda más allá toda esa franja marginalizada a fuerza de prebendas, de planes y de una política orquestada para sumirlos en la más supina ignorancia.

Son seres en estado casi elemental, que corren desenfrenados a tomar por la fuerza aquellos elementos que les sirven para saciar sus necesidades más elementales, que graciosamente no son la comida, sino los vicios, la bebida, el electrodoméstico o cualquier otro bien que le sirva para reducirlo en el mercado negro a precio vil.

Esa impunidad se revela en la jactanciosa muestra de los botines logrados que hicieron en las redes sociales, en las convocatorias delirantes con hora y lugar para comenzar los saqueos, una muestra de que en sus cabezas no hay orden posible ni freno a su audacia.

Más allá, en la cúspide del poder, nadie asume ninguna responsabilidad, porque una característica de esta década ha sido la de agitar triunfos y echar culpas. Es tal el autismo del grupo gobernante y la soberbia que los embarga que no reconocen ninguna falencia; siempre la culpa es del otro. La opinión opositora es destituyente, el rechazo y la persecución han reemplazado al diálogo. Pensamiento cesáreo que los hace creer que devienen de los dioses, vaya a saber cuáles.

La muestra más lacerante de que el estado terminal de este proceso no les cabe en la cabeza la ha dado la propia Presidente, Cristina Fernández que en una alegoría de la burla al reclamo social danzaba alegremente con una cacerola carnavalesca mientras miles de argentinos se peleaban entre sí, se robaban y hasta se mataban.

La seguridad como política de Estado nunca pudo dejarse en manos de quienes años atrás enarbolaron las banderas de la anarquía apátrida. La represión para mantener el orden es un resorte constitucional del Gobierno y debe ser utilizado en la manera racional que corresponde. Dejar que todos hagan lo que quieran, que corten calles y rutas, que tomen escuelas y universidades, que decidan sobre la vida de otros argentinos es llevar a la República al desbarranco y la mutilación social, porque las heridas que dejan estas experiencias separan aún a los vecinos, y a los ciudadanos de sus propios gobiernos.

La civilidad es un concepto que está en la cúspide de las sociedades más desarrolladas y se logra solamente en el marco del orden social irrestricto, donde cada quien cumple su función según le corresponde: la sociedad es un sistema. Cuando las bases de ese sistema se han minado sólo queda lo que se ha visto, el caos generalizado.

Porque al saqueo le sigue la tensión social, el cierre de las escuelas, la paralización del comercio y de los servicios y la desconfianza cunde entre los ciudadanos y cada uno puede convertirse en un potencial enemigo.

Han alimentado el odio de clases y la vagancia estructural. La ignorancia ha sumido a una generación en una postergación de la que será muy difícil, quizás imposible que salga, porque en el mundo desarrollado y competitivo, no saber es igual a ser un paria. La mano de obra barata, el subempleo y las ansias cada vez más angustiosas por llegar a los bienes que la sociedad de consumo propone y que únicamente se alcanzan con el dinero. Cuando no hay como hacerlo con el trabajo, se roba.

Mientras se canta en la Plaza de Mayo, el país revela el estado deplorable en que se encuentra, en la grave radiografía de que no se trata de un conflicto localizado sino común a toda la geografía argentina. Es absurdo observar bajo un gobierno que ha hecho del discurso sobre los derechos humanos el pivote de su política social, que haya ciudadanos comunes armados por las calles, levantando barricadas y dispuestos a cometer homicidios en defensa propia.

Que el régimen agoniza no es ninguna novedad. Se baten en la retirada más cruenta, la del desorden social que tapa una corrupción que no tiene parangón en la historia de las denuncias públicas. Con funcionarios que han hecho de la política un emprendimiento económico y en pocos años han acumulado sustanciales fortunas. En el olvido han quedado los principios rectores de los prohombres de la Argentina que se contó alguna vez entre las primeras naciones del mundo.

Lo que ha ocurrido es un alerta roja que dispara la alarma que advierte que si no se cambia ahora mismo de rumbo, los resultados pueden ser peores. La adulteración de los índices inflacionarios y sociales comienza a exhumarse con estas expresiones de violencia. Como la fiebre que denuncia la infección en el cuerpo, del mismo modo estos desbordes alertan sobre la enfermedad social que viene avanzando. Ojalá nunca haya que escribir sobre la defunción del sistema, porque eso querrá decir que de alguna manera, todos hemos sido alcanzados por la enfermedad.


Por Ernesto Bisceglia
para El Intransigente

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