6/5/2014 x Atilio
Boron
Si
atendemos a las lecciones de la historia, todas las transiciones geopolíticas
precedentes fueron violentas. Nada permite suponer que hoy la historia será más
benigna
Una
ojeada a las novedades editoriales producidas en el estudio de las relaciones
internacionales -o, si se quiere utilizar un lenguaje “políticamente
incorrecto” pero más diáfano y accesible: el imperialismo- revela la creciente
presencia de obras y autores que apelan a la problemática geopolítica. La
súbita irrupción de esta temática nos mueve a compartir una breve reflexión, y
esto por dos razones. Primero, porque el tema, y la palabra hacía tiempo que
habían sido expulsadas, aparentemente para siempre, del campo de los estudios
internacionales y ahora están de vuelta. Proponemos la hipótesis, en segundo
lugar, de que su reincorporación no tiene nada de casual o accidental sino que
es un síntoma de un fenómeno que trasciende el plano de la teoría y la
semiología: la decadencia del imperio norteamericano.
En
relación a lo primero digamos que el abandono de la perspectiva geopolítica no
sólo se verificó en las elaboraciones de los mandarines de la academia, lo cual
no es motivo alguno de preocupación, sino que también se hizo sentir en las
obras de los pensadores de la izquierda, lo cual sí era motivo de inquietud.
Tanto era así, y tanto ha cambiado en muy poco tiempo, que al terminar la
redacción de mi libro América Latina en la Geopolítica del Imperialismo, a
mediados del 2012, y proceder a la última revisión del texto antes de enviarlo
a la imprenta creí necesario introducir un largo párrafo, que reproduciré
parcialmente a continuación, para responder a los muchos amigos y camaradas
que, sabedores de la problemática que estaba investigando me hicieron conocer
su sorpresa, y en algunos casos desacuerdos, por dirigir mi atención hacia un
tema, la geopolítica, asociada a los planteamientos de la derecha más
reaccionaria y racista. De ahí que sintiera la necesidad de decir lo siguiente
en las mismas páginas iniciales del libro:
“Unas
palabras, precisamente, sobre la problemática geopolítica. Se trata de una
cuestión que en general la izquierda ha demorado más de lo conveniente en
estudiar por una serie de razones que no podemos sino apenas enunciar aquí:
concentración en el examen de temas “nacionales”; visión economicista del
sistema internacional y del imperialismo; menosprecio de la geopolítica por la
génesis reaccionaria de este pensamiento y por la utilización que de ella
hicieron las dictaduras militares latinoamericanas de los años setenta y
ochenta del siglo pasado. La generalización del concepto y las teorías de la
geopolítica se encuentra en la obra de un geógrafo y general alemán, Karl Ernst
Haushofer, quien propuso una visión fuertemente determinista de las relaciones
entre espacio y política, y la inevitabilidad de la lucha internacional entre
los diferentes Estados para asegurarse lo que, en un concepto de su autoría,
calificó como “espacio vital” (Lebensraum). El desprestigio de esa teorización
se relaciona con el hecho de que fue este concepto de Lebensraum el empleado
por Hitler para justificar el expansionismo alemán que a la postre culminó con
la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. Haushofer tuvo como fuente de
inspiración la obra de un geógrafo y político británico, Halfor John Mackinder,
quien en 1904 había escrito un muy influyente artículo sobre “El pivote
geográfico de la historia”.[1]
En todo
caso el nacimiento de esta perspectiva tuvo lugar en un momento histórico
signado por el predominio de las concepciones colonialistas, imperialistas y
racistas de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Si hoy reaparece,
completamente resignificada en el pensamiento contestatario, es porque aporta
una perspectiva imprescindible para elaborar una visión crítica del capitalismo
en una fase como la actual, signada por el carácter ya global de ese modo de
producción, su afiebrada depredación del medio ambiente y las prácticas
salvajes de desposesión territorial padecidas por los pueblos en las últimas
décadas. No debería sorprendernos entonces que dos de los principales
pensadores de nuestro tiempo sean geógrafos marxistas: David Harvey y Milton
Santos. Es que la política y la lucha de clases, tanto en lo nacional como en
lo internacional, no se desenvuelven en el plano de las ideas o la retórica,
sino sobre bases territoriales, y el entrelazamiento entre territorio (con los
“bienes públicos o comunes” que los caracterizan), proyectos imperialistas de
explotación y desposesión y resistencias populares al despojo requieren
inevitablemente un tratamiento en donde el análisis de la geografía y el
espacio se articulen con la consideración de los factores económicos, sociales,
políticos y militares.
En
tiempos como los actuales, en los que la devastación capitalista del medio
ambiente ha llegado a niveles desconocidos en la historia, una reflexión
sistemática sobre la geopolítica del imperialismo es más urgente y necesaria
que nunca. Tal como lo recordara el Comandante Fidel Castro en su profética
intervención en la Cumbre de la Tierra –en Río de Janeiro, junio de 1992–, ‘una
importante especie biológica está en riesgo de desaparecer por la rápida y
progresiva liquidación de sus condiciones naturales de vida: el hombre’.”
Creo que
las razones por las cuales desde la izquierda tenemos que recuperar la problemática
geopolítica -¡que sí estaba presente, si bien expresadas con otro lenguaje, en
el marxismo clásico!- son por demás convincentes. Pero, ¿a qué se debe que el
pensamiento de la derecha haya hecho lo propio y que la obra de los
intelectuales orgánicos del imperio (Zbigniew Brzezinski y Henry Kissinger,
para tan sólo nombrar a los de mayor gravitación) y de los académicos del
mainstream norteamericano deban recurrir cada vez con más frecuencia a
consideraciones geopolíticas en sus estudios e investigaciones? ¿Se trata de
una superficial y efímera moda intelectual, para reemplazar al ya difunto
concepto de “globalización”, cuya muerte fue anunciada simultáneamente a su
advenimiento o hay algo más?
Efectivamente
hay algo más. No es un tema de modas intelectuales o escolásticas, y esta es la
segunda cuestión que queríamos plantear. La reflexión geopolítica en el campo
del pensamiento imperial es hija de una dolorosa (para algunos) comprobación:
el imperio norteamericano ha superado su cenit y ha comenzado a recorrer el
camino de su lento pero irreversible ocaso. Para los gobernantes y las clases
dominantes de Estados Unidos de lo que se trata entonces es de tomar los
recaudos necesarios para evitar dos desenlaces inaceptables: (a) que el
crepúsculo imperial precipite una incontrolable reacción anárquica en cadena en
el sistema internacional, en donde un buen número de estados y una cantidad
desconocida pero significativa de actores privados disponen de un arsenal
atómico capaz de eliminar de raíz toda forma de vida en el planeta y, (b), que
producto de la irreversible redistribución del poder mundial la seguridad
nacional y el modo de vida de Estados Unidos puedan verse irremediablemente
menoscabados.
Esta es
la razón de fondo por la cual los estrategas militares estadounidenses llevan
más de diez años refiriéndose oblicuamente al tema y alertando, en sus
escenarios bélicos prospectivos de largo plazo, que ese país deberá estar
preparado para librar guerras, en los más diversos rincones de este planeta,
durante los próximos veinte o treinta años. Doctrina de la “guerra infinita”
cuyo objetivo no será acrecentar su primacía mundial mediante la incorporación
de nuevas áreas de influencia o control sino apenas preservar las ya
existentes, o evitar un catastrófico derrumbe de los parámetros geopolíticos
globales.
Estos
pronósticos tardaron más de diez años en incorporarse a los análisis del
mandarinato académico y de los publicistas del imperio, profundamente
enquistados en los grandes medios de comunicación. Pero ya no más. La terca
realidad les ha obligado a hablar de lo que hasta hace poco era impensable,
cuando una pandilla de reaccionarios nucleada en el Proyecto para el Nuevo
Siglo Americano fundado por Dick Cheney en 1997 se ilusionó al creer que el
mundo que aparecía ante sus ojos tras el derrumbe del Muro de Berlín y la
implosión de la Unión Soviética había llegado para quedarse, para siempre, en
una típica reiteración de la incapacidad del pensamiento burgués para
comprender la historicidad de los fenómenos sociales.[2] Se trató de una
ilusión infantil, así la juzgó ese viejo lobo del imperio que es Zbigniew
Brzezinski, que la realidad desbarató en pocos años. Los atentados del 11-S
derrumbaron no sólo las Torres Gemelas sino también los tranquilizadores espejismos
con los cuales se entretenían los dizque expertos del Proyecto para el Nuevo
Siglo Americano. No es casual que en su más reciente libro Brzezinski dedique
unas sorpresivas páginas introductorias al tema de la declinante longevidad de
los imperios, y si bien no lo dice explícitamente está claro que para él, como
para tantos otros, Estados Unidos es un imperio. [3]
Claro
está que se trataría de un imperio de nuevo tipo, movido por el idealismo
Wilsoniano, como lo asegura Henry Kissinger en sus diversos escritos, idealismo
que lo lleva a convertirse según esta autocomplaciente visión, en un abanderado
de las mejores causas de la humanidad: democracia, derechos humanos, libertad,
pluralismo, etcétera. En una palabra, el país a quien Dios presuntamente le habría
encomendado la realización de un “Destino Manifiesto” y en virtud del cual
sembraría aquellos nobles valores e instituciones a lo largo y ancho del
planeta. Un razonamiento muy parecido había sido formulado por Henry Kissinger
en un libro publicado en 1994 y traducido al castellano al año siguiente: La
Diplomacia. En él el ex Secretario de Estado de Richard Nixon advertía sobre la
precariedad de los ordenamientos internacionales al observar que “con cada
siglo ha ido encogiéndose la duración de los sistemas internacionales. El orden
que surgió de la Paz de Westfalia duró 150 años… el del Congreso de Viena se
mantuvo durante 100 años… el de la Guerra Fría terminó después de 40 años.” Y
concluye: “Nunca antes los componentes del orden mundial, su capacidad de
interactuar y sus objetivos han cambiado con tanta rapidez, tanta profundidad o
tan globalmente.”[4]
Dado todo
lo anterior no sorprende la nota que días atrás publicara David Brooks en el
'New York Times' y que fuera reproducida en Buenos Aires por 'La Nación' y, con
seguridad, en otros diarios de América Latina y el Caribe. Brooks, un hombre de
clara persuasión conservadora, cita en su nota la opinión de Charles Hill, uno
de los mayores expertos del Departamento de Estado, ya retirado de su cargo,
quien dice textualmente que: "La gran lección que enseña la historia de la
alta estrategia es que cuando un sistema internacional establecido entra en
fase de deterioro, muchos líderes actúan con indolencia y despreocupación, y
felicitándose a sí mismos. Cuando los lobos del mundo huelen esto, por supuesto
que empiezan a moverse para sondear las ambigüedades del sistema que envejece y
así arrebatar de un tarascón los bocados más preciados.” Brooks refleja, con
desazón, la literatura que cada vez con mayor frecuencia examina el proceso de
decadencia imperial, esa “fase de deterioro” a la que aludía Hill, si bien no
todos los autores se atreven a abandonar los eufemismos tranquilizadores.
El último
número de la revista 'Foreign Affairs', el conservador órgano del establishment
diplomático estadounidense, presenta un par de artículos de dos de los mayores
especialistas en el análisis de las relaciones internacionales y en los cuales,
más allá de sus diferencias, concuerdan en el hecho de que “la geopolítica está
de vuelta”.[5] Y si lo está es precisamente porque la correlación de fuerzas
que en el plano internacional se cristalizara después de la Segunda Guerra
Mundial y, sobre todo, las fantasías que anunciaban el advenimiento de “un
nuevo siglo americano” se derrumbaron estrepitosamente. Ejemplos: Estados
Unidos es derrotado inapelablemente (29 a 3) en una votación en la OEA que
pretendía decretar la intervención de ese organismo en la crisis que afecta a
la República Bolivariana de Venezuela; asiste impotente a la reincorporación de
Crimea a Rusia, pese a que en una actitud insólita y provocativa su Secretaria
de Estado Adjunta para Asuntos Euroasiáticos, Victoria Nuland, estuvo en la
Plaza Maidan de Kiev repartiendo panecillos y galletitas a las bandas de
neonazis que luego tomarían por asalto los edificios gubernamentales y
constituirían un nuevo gobierno, mismo que fue rápidamente reconocido por las
corruptas y decrépitas democracias capitalistas; y sus bravuconadas y amenazas
en contra de Siria se derrumbaron como un castillo de naipes en cuanto Rusia -y
de modo más cauteloso, China- le hicieron saber a Washington que no
permanecerían de brazos cruzados si la Casa Blanca lanzaba una nueva aventura
bélica en la región.
Cambios
inesperados, muy profundos y sucedidos en muy corto tiempo y que nos obligan a
reflexionar sobre -y a actuar en- una transición geopolítica global que
difícilmente podrá llevarse a cabo de manera pacífica. Si atendemos a las
lecciones de la historia, todas las transiciones geopolíticas precedentes
fueron violentas. Nada permite suponer que hoy la historia será más benigna
para nuestros contemporáneos, especialmente si se repara en la fenomenal
desproporción de recursos militares que retiene el centro imperial, superior a
la de la totalidad de los demás países del planeta.
Notas
[1]
Mackinder (1861-1947) sostenía que en el planeta hay una “Isla Mundial” que es
el sitio donde se concentran las mayores riquezas naturales y que está
conformada por la gran masa euroasiática y africana. Al interior de este enorme
espacio se recorta, según este autor, un pivote que se extiende desde el Volga
hacia el Este, hasta el río YangTse en la China, y desde los Himalayas hasta el
Océano Ártico y Siberia. Quien controle ese pivote, sostiene Mackinder,
controlará la Isla Mundial y quien ejerza ese control podrá extenderlo a todo
el mundo. Tiempo después, el geopolítico norteamericano Nicholas Spykman
(1893-1943) re-elaboró las concepciones de Mackinder y acentuó la importancia
del anillo de tierras y mares que rodean al pivote central. Si ese cerco es
exitoso, asegura Spykman, la potencia que lo consiga dominará Eurasia, y quien
controle Eurasia regirá los destinos del mundo. Zbigniew Brzezinski es el más
encumbrado continuador de esta tradición que le asigna al pivote central de la
masa euroasiática un papel crucial en el dominio del planeta. La obsesión por
cercar ese pivote con toda suerte de alianzas político-militares alimentó la
política exterior de los Estados Unidos desde el triunfo de la Revolución Rusa
en 1917 hasta nuestros días, como lo prueban los mapas utilizados por
Brzezinski en su ya referida obra.
[2]
Recordar que Cheney luego se convertiría, bajo la presidencia de George W.
Bush, en Vicepresidente de los Estados Unidos durante sus dos mandatos y uno de
los personajes de mayor influencia en el proceso decisional de la Casa Blanca,
algo poco común si se recuerda el carácter eminentemente protocolar, casi
decorativo, de los vicepresidentes en la república imperial norteamericana.
[3] Puede
consultarse este tema de la declinante longevidad de los imperios en Zbigniew
Brzezinski, Strategic Vision.America and the Crisis of Global Power (New York:
Basic Books, 2012), pp. 21-26.
[4] Henry
Kissinger, La Diplomacia (México: Fondo de Cultura Económica, 1995), p. 803.
[5] Ver
John Ikenberry, “The Illusion of Geopolitics. The Enduring Power of the Liberal
Order” y Walter Russell Mead, “The Return of Geopolitics. The Revenge of the
Revisionist Powers”, ambos en Foreign Affairs, Mayo-Junio de 2014. http://www.atilioboron.com.ar/2014/05/el-retorno-de-la-geopolitica-y-sus_2.html
La Haine
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