13 julio,
2015 – Por Gabriela Pousa –
Argentina
es un país sin casualidades. El lugar donde desde hace una semana se habla
de Vicky Xipolitakis es el país de Cristina. Es coherente que lo sea. Los
Kirchner han consagrado la vulgaridad. Lograron que los artistas ya nada
tengan que ver con el arte. Los iconos populares están a la altura de la
dirigencia, no desentonan. Ambos buscan el protagonismo a cualquier precio,
ambos son capaces de negar a la madre y hacen de la mentira una patología.
El
kirchnerismo ha institucionalizado un relato muy distante de la realidad que
experimentan los ciudadanos. Lo mediático y lo cultural no escapan a ello, son
fiel reflejo de los modelos que vemos a diario. Una jefe de Estado capaz de
derribar una estatua porque no le gusta verla cuando abre la ventana, no
difiere sustancialmente de una vedette capaz de entrar a la cabina de mando
aéreo-comercial.
Ambas
rompen los cánones de la civilidad. El respeto les es anticuado, el Cambalache
de Discépolo se ha hecho carne en lo cotidiano. Todo vale y nada es
sancionado.
De ese
modo, la política irradia inverosímiles y los medios se nutren del espanto. Del otro lado está la gente
consumiendo un espectáculo burdo y grotesco sin significado pero con
intencionalidad. La polémica acerca de qué apareció primero, si el huevo o la
gallina, se traslada al tejido social, y no hay respuesta que sacie a la
hora de preguntar si la oferta que brindan es lo que el pueblo quiere ver y
comprar, o se lo consume porque no hay opción a algo más.
Las
alternativas son en extremo débiles y fugaces pero cuando están, muestran que
todavía hay gente que las elige como si en esa elección recobraran algo de la
dignidad mancillada por la vulgaridad. Esa es la dialéctica de la vida
cultural que impuso el kirchnerismo en Argentina. Como sostuviera en uno de sus
ensayos Alain Finlielkraut, la “cultura zombie” ha venido a reemplazar el acto
intelectual.
Véase que
incluso el militante es entendido como un autómata que responde a estímulos de
un jefe. No crea,
no razona, gracias si empatiza. Hay una necesidad de masificarlo todo de
modo que nada sobresalga, nada que escape a lo llano distraiga. De esa forma se
unifican las conductas y se manipula con más facilidad a una sociedad.
Desde lo
aparentemente cultural impulsan a la rebelión como lo muestran claramente las
letras que vociferan las murgas oficiales: una rebelión falsa pues refiere a
la impuesta desde Balcarce 50. No deja espacio a interrogantes, acepta solo
respuestas.
El modo
de “conquistar” es desacralizando aquello que nos confirma como seres únicos,
irrepetibles y desiguales. La cultura fue siempre diferencial. El afán nacionalista apunta
muchas veces a ese fin cerrando las opciones a una cultura cosmopolita e
imponiendo un “arte” prefabricado, local, vulgar y chato. Se creó una
industria del espectáculo donde solo se demanda lo que la autoridad ofrece, y
en esa oferta encontramos saciedad. Aspirar a más es una actitud que
discrimina.
La
barbarie se ha apoderado tanto de la política como de lo mediático. A la sombra
de esa realidad, crece la intolerancia al mismo tiempo que el infantilismo.
La mandataria obra como infante imponiendo su voluntad más allá de cualquier
norma o pauta social. Y esa es la conducta que pretenden sea imitada. Un
pueblo infantil, sin capacidad de raciocinio, sin discernimiento, distraído
solo con lo que le dan, es la aspiración kirchnerista de máxima.
La
“década ganada” no es la época del burgués sino la del ciudadano-niño. El primero sacrificaba el placer
de vivir a la acumulación de riquezas y situaba, según la fórmula de Stefan
Zweig, “la apariencia moral por encima del ser humano demostrando una
impaciencia equivalente ante las exigencias del orden moral y del pensamiento”.
El segundo quiere, ante todo, divertirse, relajarse, escapar a los
rigores por vía del ocio, y ésta es la razón por la cual el gobierno se
apodera de la industria cultura, la genera o degenera, en verdad.
Se vacían
las cabezas para llenar los ojos, y todo es circo, show que iguala y logra
transformar al espectador en un “fan”. Una categoría sin otra reglas que las del
enceguecido, cerrado a todo lo demás, capaz de morir y matar por una
iconografía azarosa y furtiva, por héroes de barro sobre un falso pedestal. “Néstor
no se murió , Néstor vive en el pueblo….”, basta un
ejemplo. Así, la cultura del videoclip domina a la conversación y lo
razonable: nada se soluciona ya con discursos, con razón, sino con vértigo,
música, masas y efecto de shock.
Los
recitales han reemplazado a las palabras a la hora de emprender ciertas causas.
Un alimento no perecedero a cambio de rock es la manera de ayudar. Adiós a la
cultura del sacrificio y del trabajo. Todo es de una liviandad que asusta,
todo es rápido, coyuntural. La cultura, en cambio, siempre es perenne, lo
culturoso es lo fugaz, no perdura más allá de un presente que quiere
prolongarse incansablemente.
Por todo
esto, en Argentina nada es casual. Ha habido y hay una domesticación de la
voluntad individual para sustituirla por una voluntad colectiva. Los modelos
y referentes que se nos da tienen esas características: el desparpajo, lo
irrespetuoso, lo amoral. La pretensión de igualdad a su vez, se impuso
venciendo las diferencias inherentes a los seres humanos. Un pueblo así
domesticado aceptará con mayor facilidad a un Aníbal Fernández gobernando
que un pueblo ilustrado.
La
ignorancia y la vulgaridad son ya políticas de Estado. Las desventuras de
Xipolitakis, en este contexto, no son sino el resultado de un proceso que ha
pugnado por idiotizar al ciudadano. La vedette es el modelo de ciudadano
pretendido por la jefe de Estado: sumido en la frivolidad que no exige, no
involucra. Es justamente eso lo que se quiere: un pueblo no involucrado,
que acepte desde la mansedumbre, que no diga demasiado. En síntesis, que esté
distraído para que el gobierno mientras tanto pueda hacer y deshacer sin
sentirse custodiado.
Asimismo,
se impone la creencia de que lo serio es aburrido y lo solemne queda
descartado. ¿Por qué sino una Presidente puede bailar el Himno Nacional sin
siquiera sonrojarse? Todo sirve al show, aún lo que alguna vez fue sagrado. Las
fechas patrias se convirtieron en fines de semana largos, los actos en los
colegios se reemplazaron por feriados. El despojo es total: somos un
árbol sin raíces y consecuentemente, sin posibilidad de ramificar.
Entretenidos,
olvidamos las responsabilidades, dejamos que todo lo resuelvan los demás.
Lástima que “los demás” son precisamente, los que gobiernan, es decir los
kirchneristas: los propulsores de la bajeza y la falta de ética.
El
gobierno ya no determina apenas un modelo económico, más o menos ortodoxo para
administrarnos, sino que irrumpe estableciendo el modo de vida que debemos
llevar, los gustos que debemos saciar... Imponen de alguna manera, a Xipolitakis y su
escandaloso actuar como parámetro, y dejan apenas tres opciones al
ciudadano: la de ser un zombie, la de ser un frívolo o un fanático.
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