A Albert
Boadella le ha tocado encargarse del montaje de Don Carlo, ópera
verdiana sobre el drama de Schiller que, en opinión de Unamuno, hizo más por la
extensión de la Leyenda Negra que todas las ediciones de la Brevísima
del nefasto fray Bartolomé. Efectivamente, el hecho de que el romántico dramón
schilleriano sobre Felipe II y su hijo Carlos no tenga nada que ver con los
hechos históricos no impidió que, como ha explicado Boadella, haya promovido por
todo el mundo "esa visión del lado oscuro de España, ese rey asesino y el
tema de la Inquisición", lo que considera "una situación
injusta".
Esa
manera de ver España está muy enraizada, pues la imagen de país atrasado que sigue
arrastrando a ambas orillas del Atlántico arrancó hace mucho, en el siglo XVI,
pero ha seguido siendo cultivada desde entonces tanto por algunos extranjeros
como, sobre todo, por los propios españoles, siempre apegados a su castizo
nacional-masoquismo. Hace algunos años el eminente historiador británico Henry
Kamen lamentó ante sus estudiantes en un curso en El Escorial:
Los
únicos en todo el mundo que se creen ya la Leyenda Negra a pies juntillas son
ustedes, los universitarios españoles. Me abochorna.
Pero el
problema no es sólo de los universitarios. El 1 de julio de 1998 se celebró
en Londres, presidido por el vicepresidente de la Cámara de los Lores y varios
ministros, un solemne acto en memoria de Felipe II, rey consorte de Inglaterra
entre 1554 y 1558 por su matrimonio con María Tudor. Así relató el episodio el
gran historiador francés Joseph Pérez:
En
aquella ocasión, uno de los participantes presentó a Felipe II como uno de los
personajes más europeos de la Historia. En aquel mismo momento en España hombres
de izquierda se negaban a leer el libro de Geoffrey Parker sobre Felipe II,
que, según se les decía, acababa con muchos prejuicios. ¡Preferían su Felipe
II, el monstruo de la Leyenda Negra, fanático, tiránico, cruel!
El
también británico Robert Goodwin acaba de publicar un libro, titulado Spain: The Centre
of the World,
1519-1682, en el que intenta explicar a unos compatriotas
suyos acostumbrados a acariciarse con la idea de una luminosa Inglaterra
isabelina enfrentada a la despótica España de Felipe II que en aquel siglo XVI
fue precisamente España lo más parecido a un Estado de Derecho que fue posible
encontrar en suelo europeo y la única potencia imperial capaz de autolimitar
sus conquistas por motivos morales y de, en consecuencia, inventar eso que hoy
llamamos derechos humanos.
Pero no
todos los británicos tienen el conocimiento de los historiadores arriba
mencionados. Un ejemplo reciente de su peculiar narcisismo consistente en
menospreciar lo español a causa de una especie de inamovible oscurantismo
religioso que anidaría en lo más profundo de nuestra psique colectiva lo dio el
verano pasado el eminente músico John Eliot Gardiner. Durante su participación
en el Festival Internacional de Santander lamentó las dificultades encontradas
para interpretar música barroca en algunas iglesias españolas. Aunque la
acusación del inglés daba a entender que los curas españoles son especialmente
retrógrados por su oposición a utilizar los templos para actividades
extralitúrgicas, la realidad, bien conocida por todos, es que más bien podría
denunciarse lo contrario, pues en las iglesias españolas, desde hace muchas
décadas, hay espacio sobrado para la música y para todo tipo de actividades no
religiosas: sin ir más lejos, las jornadas de ecumenismo bolchevique celebradas
hace algunas semanas por Podemos en una parroquia madrileña. Además, Gardiner
explicó que en el Stabat Mater de Scarlatti "se advierte un
trasfondo oscuro de catolicismo hispánico tras su sonido". ¡Acabáramos! ¡Con
la Inquisición hemos topado!
Por lo
que se refiere a sus primos de la otra orilla del charco, en algunos colegios
estadounidenses pasan un cortometraje de dibujos animados, titulado Conquista-Dora,
en el que, para enseñar a los niños la conquista de América, se presenta a los
españoles como esclavizadores, saqueadores, violadores y asesinos en masa.
Sobre el tremendo efecto de esta incesante propaganda hispanófoba en los
Estados Unidos escribió Philip W. Powell hace medio siglo las páginas
magníficas de su Árbol de odio.
El
español Iván Vélez ha dado muy recientemente otra importante vuelta de tuerca a
un asunto que, lejos de limitarse al campo del debate histórico erudito,
influyó decisivamente en el proceso emancipatorio de las provincias americanas
en las primeras décadas del XIX, representó un papel no despreciable en el
nacimiento de los separatismos un siglo más tarde y sigue teniendo una notable
influencia en la imagen exterior e interior de la España actual. A este
problema irresuelto desde los tiempos de Las Casas y a sus muchas
manifestaciones actuales –como el siempre rebrotante indigenismo en la América
hispánica y la islamofilia creciente entre nosotros– Vélez (Sobre
la Leyenda Negra, Ed. Encuentro) dedica amenas páginas que merecen
ser leídas y reflexionadas.
Cuestiones
como éstas son las que lastran la vida de las naciones, y no las pasajeras
crisis económicas y las anecdóticas corruptelas de políticos de cuyo nombre
nadie se acordará dentro de unos pocos años. Pero, como Boadella nos ha
recordado, Felipe II y la Inquisición, o más bien sus caricaturas, siguen vivitas
y coleando.
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