miércoles, 8 de octubre de 2014
Han hecho de nosotros siervos satisfechos (¡con derecho a decidir, oiga!) en un mundo felicísimo.
Por Juan Manuel de Prada
En octubre de 1949, pocos meses después de que George Orwell publicara
su célebre distopía 1984, Aldous Huxley le escribía una carta, ponderando sus
virtudes literarias y... juzgando, sin embargo, que Orwell estaba por completo
equivocado en su visión del futuro y de la nueva forma de poder omnímodo que
emergería para tener controlados a los hombres. «Mi opinión –escribe
Huxley– es que la oligarquía dominante encontrará maneras menos arduas y
derrochadoras de gobernar y satisfacer su sed de poder y que esas maneras se
asemejarán a aquellas que describí en Un mundo feliz». Y añade más
adelante: «Pienso que, en la próxima generación, los amos del mundo
descubrirán que el condicionamiento infantil y la narco-hipnosis son más
eficaces como instrumentos de gobierno que las cachiporras y las cárceles; y
que el anhelo de poder podrá colmarse tan satisfactoriamente sugiriendo a la
gente que ame su servidumbre como flagelándola y golpeándola hasta conseguir su
obediencia».
Como suponía Huxley, las oligarquías que gobiernan el mundo han
desdeñado el flagelo y han descubierto la eficacia del «condicionamiento
infantil», de la caricia halagadora, del entontecimiento hipnótico que nos
convierte en zombis. Orwell, un comunista que había acabado tarifando con sus
camaradas, se imaginó el futuro gobernado por una suerte de estalinismo
hipertecnificado que impone una dictadura agobiantemente censoria y somete a
escrutinio y vigilancia todas las inquietudes intelectuales y espirituales;
pero lo cierto es que la tiranía que finalmente se instauró no necesitaba
vigilar nuestras inquietudes intelectuales y espirituales, por la sencilla
razón de que previamente se había encargado de anularlas mediante un bazar de
entretenimientos idiotizantes que nos euniquizan mentalmente y nos abrasan el
alma, a la vez que nos convierten en ególatras dominados por nuestras gónadas.
Orwell urdió la pesadilla de un mundo en el que se han cegado todas las fuentes
de información; pero lo cierto es que nuestro mundo está anegado de
información, una catarata informe y atosigante de información que no podemos
digerir y que, a la postre, nos convierte en un rebaño de autómatas pasivos,
incapaces de cualquier reacción, o bien en jenízaros que obedecen las consignas
de la propaganda al modo pauloviano. Orwell, ingenuamente, pensó que una
inexpugnable telaraña burocrática impediría que supiésemos la verdad de las
cosas; pero lo cierto es que en nuestro mundo la verdad es menospreciada,
ensordecida por un estruendo de dulces mentiras, y quienes la portan son execrados
como profetas de calamidades. Orwell, con escasa perspicacia, pensó que toda
forma de rebeldía contra el poder omnímodo y controlador sería severamente
castigada mediante técnicas represivas de derechos y libertades, incluso
mediante la tortura; pero lo cierto es que en nuestro mundo todo amago de
rebelión es desactivado mediante técnicas de exaltación de derechos y
libertades y mediante el suministro de placeres idiotizantes. Huxley avizoró el
mundo felicísimo que venía; Orwell, más allá de algunos aciertos parciales, no
supo penetrar la entraña del nuevo poder que confiscaría nuestras almas
deificando nuestros apetitos más viles.
A mucha gente bienintencionada (pero ilusa) le sorprende que, ante el
alud de injusticias en que naufraga nuestro mundo, la gente se muestre incapaz
de reacción; o que su reacción sea una rabia enviscada y destructiva que, tras
el desahogo, conduce a la postre a la esterilidad y la melancolía; o que, en el
mejor de los casos, su reacción sea un puro aspaviento inane que no contribuye
a cambiar el estado de iniquidad en el que chapoteamos: organizar una
manifestación en defensa del trabajo digno que se mezcla en las calles con la
celebración de la hinchada de tal o cual equipo de fútbol; crear estúpidamente
un hashtag en Twitter, protestando por tal o cual calamidad, para quedarnos
enseguida amuermados, tras el desahogo. Meras respuestas emocionales
(¡emoticonos!) que se diluyen en la inanidad ambiental y que enseguida se
extinguen entre el bombardeo de gratos estímulos que nos dispensa la nueva
tiranía.
Somos víctimas de aquel «condicionamiento infantil» y de aquella
«narco-hipnosis» que avizoró Huxley, mucho más eficaces que las cachiporras y
las cárceles. Y como ahora los artilugios tienen la pantalla táctil podemos,
además, hacernos la ilusión de que la hipnosis que nos suministran la hemos
elegido nosotros libremente. Así han hecho de nosotros siervos satisfechos
(¡con derecho a decidir, oiga!) en un mundo felicísimo.
Fuente: Finanzas.com
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