Narcofrontera: un territorio sin control amenazado por el tráfico ilegal
Por el
norte salteño ingresan toneladas de droga y mercadería ilegal, un flujo que
incrementó el índice de delitos y el número de adictos en los pueblos de la
zona; las limitaciones de la Justicia
Domingo
02 de noviembre de 2014 | Publicado en edición impresa
Por Nicolás
Balinotti | LA
NACION
Bermejo-Aguas
Blancas. A toda hora y sin controles, decenas de personas cruzan el río e
ingresan desde Bolivia alimentos, ropa, autopartes y droga. Foto: LA
NACION / Fabián Marelli
Desde la
orilla, se observa cómo del otro lado del río Bermejo descargan toneladas de mercadería.
Apilan los bultos en precarias barcazas fabricadas con cubiertas de camión,
troncos y plásticos. El caudal del río está bajísimo, lo que agiliza la tarea
de dos muchachos que con el rostro cubierto se ganan la vida remolcando botes.
El agua les llega hasta la cintura. Uno empuja desde atrás y el otro guía desde
adelante. A bordo, viaja el cargamento. El trayecto será de unos 100 metros, de
costa a costa.
La
virtual línea fronteriza se reduce a ese hilo de agua barrosa que geográficamente separa a Bolivia de la
Argentina. Allá cargan, acá descargan. Cruzan de manera ilegal
alimentos, electrodomésticos, autopartes, juguetes y ropa de imitación cuyo
destino final son las grandes ferias urbanas como La Salada. En algunos casos,
entre el cargamento, se trafica droga. Para el menudeo. Los cargamentos de
droga más importantes ingresan por tierra y aire. Quizá también por este
permeable paso internacional llamado Bermejo-Aguas Blancas.
El
contrabando hormiga aquí es un trabajo como cualquier otro. Es tal vez un
componente endémico de los pueblos cercanos a la frontera. Lo es a pesar de que
para el código aduanero se trata de un delito. Las personas que lo hacen se
autodenominan "bagalleros". En Orán, la ciudad salteña de jerarquía
más próxima a la frontera, se calcula que hay unas 1000 personas dedicadas a la
tarea. Es una rutina que se desarrolla tanto de noche como de día, casi siempre
ante la mirada débil y pasiva de efectivos de la Gendarmería y del personal de
la Aduana, otros auténticos protagonistas de la fauna fronteriza.
"En
Pocitos [otro pueblo cercano a la frontera], como en otros lados, la población
está acostumbrada al contrabando hormiga. Hace tres años, empezamos a descubrir
que en medio de esos bultos de ropa empezaron a llevar de uno a treinta kilos
de droga. Llevan cocaína y marihuana. Así, la droga ya entra por las tres vías:
terrestre, aérea y fluvial, por el Bermejo", explica el juez federal de
Orán, Raúl Reynoso, quien está próximo a cumplir una década al frente de un
juzgado caliente. Desde que accedió al cargo, ingresaron 23.000 causas, de las
cuales un 20 por ciento están vinculadas exclusivamente al narcotráfico.
Si no
fuera por la estadística, nada haría suponer que por este territorio, en el que
brota la pobreza, ingresan millonarios cargamentos de droga. En 2003, el juzgado
de Orán se incautaba de aproximadamente 1000 kilogramos de droga cada 12 meses.
Subió después a 1500. Ahora, el promedio es de 2500 kilos al año. En total,
durante la última década, se decomisaron más de 18 toneladas, entre cocaína y
marihuana, según el juez. El rumbo alcista de los números que manejan en Orán
está en línea con las últimas cifras que bajó en limpio la Gendarmería sobre
las incautaciones en todo el país durante 2013: 4,8 toneladas de cocaína y 90
toneladas de marihuana.
"Al
principio, no tuvimos mucho eco de parte de las autoridades. El gobierno
nacional recién comenzó a ayudar en los últimos tres años. Lo hizo cuando se
dio cuenta de que acá hay muertes con el estilo del sicariato, que hay fuerzas
de seguridad comprometidas y que actúan bandas internacionales, provenientes de
Colombia, Bolivia, Paraguay y hasta de los países de Europa del Este",
advierte Reynoso, con una mueca indecisa, a medio camino entre la preocupación
y el abatimiento.
El juez
habla acomodado en un mullido sillón. En las calles de Orán, el calor es
achicharrante. El asfalto hierve. Pero pisar el despacho de Reynoso es como
sentirse en otro mundo: el aire acondicionado es helado y las paredes están
pobladas de fotos familiares en las que el hombre de gestos plastificados que
caza narcotraficantes luce sonriente y distendido. Desde esa oficina, generó
hace poco un gran revuelo: fue cuando activó una cruzada contra la Corte
Suprema y el gobierno nacional para exigir más recursos para combatir el
narcotráfico. En su juzgado, trabajan menos de 25 personas para atender los
23.000 expedientes que allí se apilan. Hace unos años, eran apenas 15. Hoy,
Reynoso espera que se cumpla la promesa oficial: la creación de secretarías
especiales para atender únicamente temas vinculados al tráfico de
estupefacientes.
Cruzar de
Aguas Blancas a Bermejo, o viceversa, cuesta cinco pesos argentinos o un
boliviano. Beneficiados por el tipo de cambio, los del altiplano se interesan
por los alimentos de marca que se venden en el supermercado Vea. Los
argentinos, en cambio, buscan del otro lado principalmente ropa de imitación y
baratijas para comercializar en los centros urbanos. A la par de los botes con
pasajeros, circulan las barcazas repletas de mercadería, con los
"bagalleros" a bordo, agazapados para bajar y comenzar su raid
fugitivo para eludir los controles.
La costa
es rocosa y gris. Desde allí nacen múltiples accesos al pueblo de Aguas
Blancas: muchísimos senderos alternativos o el único ingreso oficial, una
callecita de tierra que conduce a las oficinas de la Aduana. Después, todos los
caminos confluyen en una misma vía: la ruta 50.
De Aguas Blancas a Pichanal
El contrabando de mercadería en el cruce del Río Bermejo y Aguas Blancas. Foto: LA NACION / Fabián Marelli
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La ruta
50 atraviesa de Norte a Sur las localidades de Orán, Hipólito Yrigoyen y
finaliza en Pichanal, un punto estratégico del mapa en donde confluyen rutas
nacionales y provinciales. En otro sitio sería un mero cruce de rutas. En
Pichanal, es una zona oscura en donde se entrelazan miserias: contrabando,
trata de personas y hasta un casino que se levanta a centímetros de las vías
del ferrocarril por donde debería circular, alguna vez, el Belgrano Cargas. Por
aquí transitan contrabandistas rasos, pequeños y medianos narcotraficantes.
"Es
la ruta del negociado y de la muerte: el que pasa, pasa a eso. Ya no es un
lugar de paso. Hasta la policía es cómplice", dice Leticia Quispe,
presidenta de la comunidad aborigen Ava Guaraní, que reúne a 10.000 de las
35.000 personas que habitan en Pichanal.
En
Pichanal, los adolescentes se drogan y roban por aburrimiento, y las niñas se
prostituyen desde los 11 años para alimentar a sus hermanos más pequeños. Sus
padres, muchos de ellos alcohólicos, no conocen otra forma de empleo que no sea
el informal. Trabajan en negro y de manera temporal en las fincas de la zona
por 120 pesos al día. Lo hacen de lunes a sábado, casi siempre bajo un sol
canicular. Los lugareños dicen que la radiografía social empeoró en los últimos
años. Desde que el pueblo comprendió que está ubicado en una arteria clave del
circuito del narcotráfico.
"El
cruce" es la puerta de acceso a Pichanal. Por aquí pasó fugazmente hace un
mes el cura Juan Carlos Molina, jefe de la Secretaría de Programación para la
Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar). Y
aquí mismo, hace unos días, intervino el secretario de Seguridad, Sergio Berni,
en un operativo en el que se incautaron de 179 kilos de cocaína. Es considerada
una zona caliente. Lo es por su proximidad a dos de los cinco pasos fronterizos
con Bolivia y por ser el primer empalme a la ruta nacional 34, cuyo recorrido
finaliza en la ciudad de Rosario.
Pichanal
está a unos 70 kilómetros de Aguas Blancas-Bermejo y a unos 120 del paso de
Salvador Massa-Yacuiba. En su feraz geografía, se levantan ingenios y se
cultiva chauchas, tomates y berenjenas. Casi nunca llueve. Salvo durante
algunas madrugadas: cae droga del cielo.
Los
cargamentos mayores a los 30 kilos suelen ingresar en el país por aire, casi
siempre desde Bolivia, uno de los tres grandes productores mundiales de coca.
Avionetas de vuelo bajo arrojan la mercancía del otro lado de la frontera, en
campos abiertos donde un grupo de personas, por lo general argentinos, ataja
los bultos y los carga para trasladarlos por tierra. En caso de burlar los
primeros controles, el tráfico aéreo llegaría como máximo hasta Santiago del
Estero, donde se continúa con el traslado vía terrestre, en una suerte de posta
hasta penetrar en las grandes urbes o llegar a la boca de salida de los puertos
de Rosario o Buenos Aires.
Las
postas no son casuales. Tampoco son una simple estrategia de los
narcotraficantes para intentar engañar los controles de las fuerzas de
seguridad. El cargamento tiene un costo estimativo de acuerdo con dónde es
entregado. El kilo de cocaína puede valer 2000 dólares, en la boliviana
Bermejo, y 3000, en Aguas Blancas, según los rastrillajes de gendarmes y
personal de la justicia federal que actúan en esta zona. El valor sube a medida
que se aleja de su origen: 4000 dólares, en Salta; 7000 u 8000, en Buenos
Aires, y 20.000, en la primera escala europea, que suele ser España. El precio
puede triplicarse en algún punto de Europa del Este, donde los controles son
muchísimo más rígidos.
Dejó de ser un lugar de paso
"Antes
la droga pasaba, ahora se queda", dice preocupado Cristian Isla Casares,
un porteño que vive en Pichanal desde 2007. Cristian es fraile y encabeza allí
la misión San Francisco de Asís, junto con Martín Caserta, otro párroco que
también llegó desde Buenos Aires.
Cristian
y Martín tomaron la posta de la misión del padre José Roque Chielli. Se
integraron a la comunidad aborigen Ava Guaraní y pusieron en marcha una serie
de proyectos educativos, nutricionales y de higiene en el que participan ad
honórem hombres y mujeres del pueblo. La comunidad, que es un tercio de los
habitantes de Pichanal, sucumbe en la pobreza y en la exclusión social,
generada, entre otras cosas, por un alto nivel de desempleo o subocupación.
"Hay
hambre, pero no tanto como antes. Hoy todos tienen que comer gracias a los
planes sociales. No hay nadie que no tenga un plan. La ayuda del Estado les
permite comer unos días más, aunque deben trabajar. Pero lo peor es que acá el
único trabajo que hay es en negro. No se conoce otra cosa", argumenta el
fray Cristian. A su lado, Martín, que es más joven, lanza una inquietud que
tiene anidada en el estómago: "Si en 2015 viene un presidente antiplanes,
Pichanal sería Hiroshima".
Desde
hace un tiempo que a la comunidad guaraní, que significa guerrero, se le abrió
otro frente de tormenta. A su lucha por no caer en la marginalidad e intentar
satisfacer las necesidades básicas de sus pobladores, le surgió otro desafío:
sumar adhesiones para reclamar al poder político una reacción para contener el
avance de las drogas, el alcoholismo, el juego y la prostitución. El mensaje
está destinado tanto al intendente de Pichanal, Julio Jalit, como al gobernador
salteño, Juan Manuel Urtubey, y a la presidenta Cristina Kirchner. A todos.
"La
entrada al lugar en donde vivimos se convirtió en un nudo de adicción al juego,
narcotráfico, drogadicción, prostitución de menores y alcoholismo", dice
el primer párrafo de la carta que es distribuida entre los vecinos. Los frailes
Cristian y Martín llevan un conteo sobre la cantidad de adherentes. La
iniciativa también es impulsada por la cúpula de la comunidad guaraní, que se
reúne periódicamente en una sala que a veces funciona como centro de adictos y
desnutridos.
Leticia
Quispe, la presidenta de la comunidad, abre uno de esos encuentros periódicos
con una preocupación: los robos. Matilde la interrumpe y dice desde la
cabecera: "Hay robos y violaciones". La charla se extiende hasta casi
la medianoche, y los asistentes giran sobre sus dramas y la falta de
soluciones.
Con la
voz quebrada, Leticia confiesa que le cuesta imaginar el futuro. Siente que
asiste impotente al dolor de tantas familias que ven acabar a sus hijos
miserablemente como víctimas del consumo de drogas y alcohol, o como peonadas
de organizaciones vinculadas al narcotráfico o al "bagallerismo".
Su voz
llena la sala. Por los ventanales, se distinguen las luces de los autos que
cruzan el empalme entre las rutas 34 y 50. Como a toda hora, pasan vehículos
cargados hasta los techos con toneladas de mercadería. Tal vez lleven droga.
Nadie lo sabe.
Las estadísticas de una zona caliente
1000
kilos de droga en 2004
Es el
registro de incautaciones de droga (cocaína y marihuana) que tuvo el juzgado
federal de Orán al asumir Raúl Reynoso.
2500
kilos de droga en 2013
El registro
promedio fue creciendo con los años. Pasó a 1500 kilos en 2008, pero hace dos
años trepó hasta los 2500 kilos por año..
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